Serguei M. Eisenstein: en el montaje está la idea

El cine, durante la Revolución Rusa, va a ser el principal instrumento propagandístico de la época. Conducido por la experimentación vanguardista y por la exaltación subversiva propias del momento, producirá directores y películas claves en la historia. Eisenstein se erige como el gran maestro de esta nueva estética

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EL TREN SE detiene. Es una tarde blanca. Se mire hacia donde se mire, resulta difícil distinguir algo que pueda ser reconocible. A estas alturas, nada hace pensar que vaya a salir el sol y calentar un poco los cuerpos de los cientos de personas que habitan esa porción de territorio. Sin embargo, el alma rusa está exaltada, está en marcha una revolución y hasta allí ha llegado uno de los llamados trenes de agitación, que, junto con los barcos, tienen la tarea de alcanzar los confines de un mundo que se agita, que se revuelve, que se acaba y que comienza en un mismo punto y al mismo tiempo. En el interior, concentrado en su trabajo, se encuentra Dziga Vertov, uno de los realizadores clave para la comprensión del cine soviético de las primeras décadas del siglo XX. Está preparando el noticiario. En cuanto se agrupe la población, proyectará, en las paredes exteriores de los vagones, las imágenes rodadas esa mañana. A partir de ahí, de esos fragmentos documentales testigos de una realidad que la cámara no debe tergiversar, los campesinos y los obreros que allí se reúnen, preguntarán, debatirán, se informarán y expondrán sus quejas. No solamente es un tren el allí detenido. Es un gigantesco instrumento de propaganda que inocula a las masas, una a una, las tesis de la revolución. Mientras tanto, en San Petersburgo, el joven Serguei Mijailovich Eisenstein, ingeniero de profesión y unido a la causa bolchevique desde el estallido de octubre de 1917, se siente atraído por el arte, sus infinitas posibilidades expresivas y su inmenso campo de experimentación. Ingresa, como consecuencia, en el Teatro Obrero, que le sirve de plataforma a su creatividad creciente. Es ahí, primero como decorador y después como director, donde su teoría y estética cinematográficas comienzan a tomar forma. Dirige obras teatrales cada vez más audaces, en las que trata de romper los límites de la dramaturgia. Será el cine, no obstante, el medio elegido para abrir una grieta definitiva en las convenciones. La narración clásica —que tenía como modelo ideal el cine de Hollywood— desaparece y muere en la inmensidad del paisaje ruso.

La niebla, la nieve, el aire glacial que cada día respiran los ciudadanos, dejan, a partir de este instante, de ser conceptos concretos para convertirse en símbolos. Ese blanco infinito, anónimo, va a erigirse en protagonista. La masa obrera y campesina (el pueblo) tomará la imagen creada en la mente de Eisenstein. Sólo el cine será capaz de responder a sus cuestionamientos ideológicos, nacidos directamente de la revolución.

En 1923 firma un artículo titulado El montaje de atracciones, en el que expone ya los principales postulados de su visión cinematográfica. Su importancia radica en la elaboración de una retórica audiovisual propia basada en elementos autónomos (atracciones) asociados a un efecto. Esta estructura —definida por el montaje— induce al espectador a una reacción previamente calculada. Es La huelga, su primera película, realizada en 1924, el laboratorio para experimentar sus concepciones teóricas, y en ella se explicita este tipo de montaje con la impactante escena final en la que se intercalan las imágenes de matanzas ejecutadas por el ejército del zar con otras de reses sacrificadas en un matadero.

Dos años antes, en pleno fragor de guerra civil, Lenin pronunciaba la siguiente consigna: "De todas las artes, el cine es para nosotros la más importante". Al tiempo que la propaganda viajaba en tren y surcaba el Mar Negro, nacía el cine técnicamente más avanzado del mundo, modelo esencial para el desarrollo toda la cinematografía posterior.

Al cumplirse veinte años de la revolución de 1905, el gobierno bolchevique encargó ocho películas a los directores cinematográficos más importantes de la época. De todas ellas, una, la de Eisenstein, se convirtió en una obra maestra.

El acorazado Potemkin es la película en la que se funden revolución y cine de un modo completamente desconocido hasta entonces y en la que la teoría del montaje cobra sentido, no solo con más fuerza, sino también con más equilibrio. Su estructura en cinco actos permite dotar de sentido ideológico a cada parte y, a la vez, funcionar como piezas fundamentales para la comprensión del todo, que no es otro que la epopeya del pueblo ruso en su histórico levantamiento contra el anquilosado y abusivo poder de los zares.

Despertar una nueva conciencia, crear un tiempo nuevo. Si Vertov abogaba por la objetividad absoluta en su Kino Pravda (Cine Verdad), Eisenstein buscaba metáforas, llenaba las mentes de los trabajadores con el ideal revolucionario. Ciento setenta planos, una escena. Un tiempo artificial que se ralentiza para producir significados a un ritmo matemático. Un momento puntual —y ficticio— que convierte la escalinata de Odessa en el símbolo por excelencia del cine soviético y de la Revolución Rusa. Es la síntesis de su teoría del montaje y de su adhesión al bolchevismo, así como una de las escenas más analizadas de la historia del cine.

Desde el teatro Kabuki japonés a la dialéctica de Hegel, desde el ‘efecto Kuleshov’ al montaje intelectual —hito de montaje en cuanto a creación de significados—, Eisenstein experimenta y abre fisuras en un cine que, hasta el momento de la revolución, solamente se atrevía con productos importados de calidad mediocre. Del Kabuki, Eisenstein recupera la idea de producción de significado a partir de dos elementos (boca + niño = gritar); de Hegel, el discurso visual consecuente (la síntesis) que se deriva de la tesis y la antítesis expuestas; de Kuleshov, maestro de la escuela de cine nacional, famoso por el conocido ‘efecto Kuleshov’ —experimento que pone de manifiesto el efecto del montaje en la construcción de diversos significados—, la yuxtaposición de imágenes opuestas y del montaje intelectual, puesto en práctica por él mismo, buscará "construir una síntesis de ciencia, arte y militancia de clase".

Intentará todo esto en su siguiente filme, Octubre, de 1927, también un encargo estatal, que pretendía realizar un homenaje magnífico a los acontecimientos de octubre de 1917. La película pone de manifiesto la pericia técnica del director y su audacia en la creación de simbología a través de recursos audiovisuales nunca antes utilizados de esa forma. A partir de su siguiente película, La línea general, su posición, tanto en la cinematografía rusa como en el propio estado, irá decayendo.

Eisenstein es el símbolo de un cine revolucionario, propagandístico y técnicamente arrollador. Lo que empezó en un tren, reproduciendo la realidad, terminó convirtiéndose en cine de masas. Para, por y de. Masas.

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