Diagnóstico de espiritualidad

LA OÍ LEVANTARSE entre bostezos y arrastrar los pies hasta la puerta como si con el movimiento, de paso, sacase brillo al suelo. Era un día de verano caluroso y radiante, según decía la luz que se colaba por los agujeritos de la persiana, y todo podía aún pasar. Y de todo, lo que pasaba era que alguien se había dejado olvidado un dedo en el timbre y nos estaba fastidiando el dulce despertar del mediodía. Cuando se es joven, se duerme así, sin medida, a lo bestia.

-Buenos días. Somos testigos de Jehová.

Como respuesta, solo hubo silencio. Normal. En nuestra cabeza aturdida se proyectaba entonces (en la mía, al menos) a Chus Lampreave barriendo la portería y explicando. «Yo soy testiga, y las testigas no mentimos».

-Venimos a darte una buena noticia.

-No me interesa.

-¿Cómo no va a interesarte? A todo el mundo le interesan las buenas noticias y esta noticia es para todo el mundo.

-A mí no me interesa, la oí contestar de nuevo, seguro que añadiendo la acción de comenzar a cerrar la puerta.

Y, entonces, llegó la tormenta. En el proceso de retirarse, las visitantes le endosaron un folleto, al tiempo que le espetaban a mi dormida amiga:

-Se ve que no eres una joven nada espiritual.

Ay madre.

-¡¡¡Soy muy espiritual!!!! ¿Cómo se atreven? ¡¡¡Muy espiritual!!!.

Fusionó casi en un segundo el portazo y la materialización de su persona en el quicio de mi puerta. El dormitorio a oscuras y la luz exterior, recortaba su silueta, y especialmente, sus pelos que no habían conocido peine en largo tiempo, mientras gritaba sobre su presunta espiritualidad y despotricaba sobre las incoherencias del folleto. Que si el dibujo que lo adornaba era un despropósito, que si no tenía sentido de la proporción porque todos los humanos eran más grandes que sus casas, que si esa aparente convivencia pacífica de personas con pandas y tigres de Bengala era imposible, que si ninguno de esos animales sobrevivirían al clima y habitat de lo que parecían los Alpes suizos, que si los propios humanos parecían vivir a mucha altitud, que si allí no podía haber esas plantas tropicales, que si esa cabaña minúscula solo permitía el hacinamiento de esa familia numerosa...

-¿A que sí soy espiritual?

Le dije que por supuesto. No estaban las cosas como para andar racaneándole espiritualidad. No entendí su indignación hasta que, años más tarde, después de que una comercial intentara venderme sin éxito por teléfono una colección de clásicos españoles, me soltase: ¿Qué pasa, que usted no lee? Comercial cruel.

Siempre he tenido problemas para captar las manifestaciones externas de la espiritualidad. No solo las de mi amiga, que conste. Me cuesta entender la liturgia y las convenciones.

La monja que nos enseñaba costura en el colegio (esta frase, lo sé, evoca antigüedad pero les aseguro que España era democrática por aquel entonces) decía haber encontrado la vocación en unas cerezas. Esa enigmática declaración nos tuvo días impresionadas, con la convicción de que había visto en una fruta la cara de Jesús. No comprendimos nada.

La repetición en las misas me pareció siempre que, en vez de invitar al recogimiento, desconcentraba.

Muy pronto, empecé a escaparme de la cita dominical con mis primos para ir al bar a beber fantas de naranja. Al volver a casa, mi abuela -mujer de fe a la que una vez encontré en su salón tomando café con una pareja de mormones porque «pocos jóvenes hay a los que les guste hablar de la Biblia y hay que aprovechar»- nos preguntaba de qué había ido el sermón. «De la paz», contestábamos todos a una, invariablemente, domingo tras domingo. «Sé que hoy no ha hablado de la paz», decía ella. Acabábamos confesando a la mínima, cobardicas como éramos y oliendo a pincho moruno como olíamos. Excepto mi prima, que en otro tiempo y lugar hubiera dado la perfecta espía del KGB, que inquebrantable aseguraba: «Yo entendí que iba de la paz». Con la coartada hasta el final.

Cuando alguna vez escuché el sermón, casi nunca era de la paz. Pero si el cura tenía cierta elocuencia el mensaje solía tener sentido y, a veces, hasta podía reconfortar. Pese a todo, a medida que se crece se le encuentran debilidades.

Viajas al Vaticano, por ejemplo, y ves tal riqueza obscena que te entra un ataque de simplismo. Cuando oyes hablar a un representante de la Iglesia del hambre en el mundo sientes ganas de gritar, como un Évole follonero: «¡¡¡Pues vende un cuadro!!!».

Mis superficiales contactos con otras religiones tampoco sirvieron para nada salvo para refrendar ese estado de incomprensión. El budismo, por ejemplo. Todos esos hombres y mujeres cabeceantes que agarrados al incienso oran con devoción pidiendo cosas como una subida de sueldo o una casa nueva. Todo ese dinero de mentira o reproducciones en papel de todos los objetos que los fallecidos se llevan al más allá por si los necesitan y que, en las versiones más sofisticadas, incluyen Ipads, Iphones, Mercedes o casas con piscina y palmeras. Para tener como objetivo la anulación del deseo, sus practicantes parecen todos bastante deseantes, la verdad.

En ese desconcertante panorama, casi lo único que parece cierto es el dicho de que los aeropuertos han visto besos más sinceros que los salones de boda y los hospitales han escuchado más oraciones que los muros de las iglesias.

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