Deseo de ser

LOS REYES Magos: la apoteosis del consumo recreativo. Hacemos regalos, pedimos deseos, compramos, y a la vez estamos saturados de objetos. El bucle se realimenta y ahora también incluye las experiencias, cuyo goce es indisimuladamente efímero y nos permiten ser fluidos y precarios como conviene, disponibles para varias vidas en cada vida, para varios trabajos en una jornada (o sin ninguno durante largos períodos), como si no fuese suficiente con ser consumidos por el gasto de la biología y tuviésemos aún que ser exprimidos un poco más por la gran máquina social; una máquina que ya no es disciplinaria sino de control flexible y versátil, subsumida a intereses prosaicamente comerciales.

La sociedad se ajusta cada vez más al modelo de las «organizaciones flexibles» de las que habla Richard Sennet en ‘La cultura del nuevo capitalismo’, que promueven unas relaciones humanas menos jerárquicas y más polivalentes y sensibles, y al mismo tiempo la precarización de los empleos y un aumento de la competitividad. «La sensibilidad sustituye al deber», dice Sennet, marcando la distancia con el modelo del trabajador que desempeña una función prefijada e invariable dentro de una estructura jerárquica, sometido a una cadena de mando piramidal.

De este modo la identidad se vuelve a la fuerza plural y frágil. A lo que se une la personalización del consumo, que funciona como un dispositivo de gratificación y a la vez como un identificador social. Hay un goce más o menos secreto en la pulsión de compra (y más explícito en el acto de regalar) que enlaza nuestro imaginario al sistema de la publicidad y construye una vía por la que los deseos, convenientemente aleccionados, pueden materializarse.

Los deseos también viajan en la red y adquieren allí otra forma de materialidad, no por virtual menos real. Jugamos con nuestro deseo inespecífico de ser -materia virgen del sujeto-, y procedemos a constantes intercambios de datos cuya fluidez los iguala a la energía del inconsciente. Si el ruido de la comunicación tuviera un verdadero equivalente sonoro estaríamos abrumados por el tráfico basura de las cadenas de whatsapps que rebotan de un punto a otro y producen un efecto de redundancia. Los mensajes y correos enviados (y recibidos), las entradas, fotos, textos que añades a tu Facebook, a tu Twiter o a tu Instagram son expresión de una subjetividad formateada en la red que puede convive con los pliegues íntimos del sujeto tradicional, ese que solo se podía expresar cara a cara, o con lo métodos elusivos de una cultura de la escritura que hoy puede parecer arcaica. ¿Es más verdadera tu identidad psicológica predigital que la que se puede construir con tu historial de búsquedas?

Lo nuevo es la descomunal capacidad de registro, por la que vivimos en regímenes de permanente control. Imposible desvanecerse en el aire, ocultarse civilizadamente en el secreto. Por el contrario: imperativo de transparencia, congruente con una ficción generalizada. Las alternativas oscilan entre la producción de nuevas arquitecturas del yo y combinaciones de identidad (como las que posibilitan los medios), y de otra parte las más variadas patologías psíquicas, como las que pueblan las páginas de sucesos. Pero no deberíamos ver solo los peligros. Que hay necesidad de nuevos conceptos y nuevas subjetividades para lo que nos queda por afrontar, es evidente; y aunque autoconstruirnos a capricho no nos acerque más a nosotros mismos, algo habrá que aprender de las mutaciones culturales del presente (así lo advierte por ejemplo Michel Serres en ‘Pulgarcita’), y tendremos que separar el grano de la paja en esta ampliación de la oferta, que empieza a parecerse al catálogo de un centro comercial.

Estamos expuestos, abiertos en canal, pero ¿qué es lo que se ve en el interior? En un mundo de tráfico y relaciones, el interior de los nodos sigue siendo un misterio; somos más que nunca mónadas que en rigor carecen de ventanas. Nos define la penumbra; y los medios producen fogonazos que enseguida se apagan. Y en un mundo virtualizado esa incerteza afecta también al conocimiento, y solo a costa de alguna catástrofe íntima se produce a veces un resplandor que lo inunda todo, que se agota pronto en el discurrir de la experiencia ordinaria. De pronto vemos luz en la abertura de la caverna (¿os acordais de la historia que contaba Platón?) y regresamos a la confortable penumbra. Nos refugiamos en las ficciones del poder, en la galería de espejos, bajo el foco de un interrogatorio interminable. Identifícate, deja tu huella, no podrás borrar tu rastro digital.

El conocimiento amplifica la sensación de la luz; pero es débil frente a la obstinación de la vida, que discurre en el subsuelo de la identidad y es más bien ciega.

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