Contrapublicidad

HACE UNOS MESES, unas líneas de bus concretas en unas ciudades concretas alojaron unos slogans publicitarios que descolocaron al receptor del mensaje por los cuatro puntos cardinales. Tanto fue así que hubo alcaldes asustados de que sus vecinos pudiesen refl exionar acerca de determinados mensajes insertados en el transporte público, prohibiendo expresiones metafísicas, o mejor dicho, que dudaban de lo metafísico para sugerir al ciudadano que se entregase a lo terrenal.

En esos meses quedó claro que la España de Amanece, que no es poco era, efectivamente, el retrato deformado de un país poco dado a bromas colectivas y a debatir sobre determinados temas.

El ''probablemente, Dios no existe'' se vio desde distintas perspectivas, entre la que estaba también la del que decidió contraatacar con otro slogan sin dobles lecturas: disfruta de la vida con Dios porque, efectivamente, existe.

La primera campaña -que en realidad ya era contrapublicidad de una evangélica anterior- rompía con el decálogo de la publicidad convencional mientras que la siguiente limaba las posibles aristas iniciales, aunque el patrocinador era un pastor de un cristianismo alternativo. Somos los campeones mundiales en aplazar debates importantes, así que la existencia o no existencia de Dios puede esperar unos cuantos siglos más. El debate público se derivó hacia si ésa era la herramienta más adecuada para plantear dudas existenciales.

Estos días circula por la ciudad un bus urbano con una contrapublicidad impresa en la carrocería que deja caer -con una redacción ambigua- que un banco con oficina en Lugo ayudó en la estafa de Lehman Brothers dejando algunas víctimas por la provincia. Los que sufragan la campaña usaron algunos códigos publicitarios conocidos para volverse contra quien, habitualmente, usa esas técnicas como reclamo. El problema, según el banco aludido, es tipográfi co; de forma más que de fondo. O sea, que al banco le parece respetable el derecho de los anunciantes a difundir su mensaje y captar adeptos pero exige
que aclaren algunos matices, que es como pedir que expliquen el chiste.

Para alguien que odia la publicidad -como este columnista- en todas sus variantes gráficas, léxicas e ideológicas, y que le tocó vivir en una época en la que la campaña publicitaria vende de forma tristemente ingeniosa no sólo productos sino ideas y, lo que
es más aberrante, políticas públicas, cualquier atisbo de dinamita conceptual en el maldito marketing le parece un ejercicio, más que digno, necesario.

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