Ceguera napolitana

CON CONCENTRACIÓN de opositora, leo siempre las ofertas de empleo. No me mueve el espíritu de búsqueda, sino un afán informativo: saber qué se cuece, ver otros mundos que están en este y nunca serán el mío, entender algo.

No sé qué decirles. No ha sido fácil. Como el fiel lector de esquelas el primer día que se topa con la de un viejo conocido suyo, la de aquel compañero de pupitre en el colegio, justo de su edad, con el que se cruzó hace tan poco y tenía ese aspecto saludable de manzana reineta y ahora ahí... su nombre negro sobre blanco, yo también he sentido dificultad para tragar saliva durante su lectura. Y vértigo.

Ha habido buenos momentos, claro. Perlas de la concreción del que sí sabe lo que quiere y sobre todo lo que no: «Se busca secretario/a. Deberá hacerse cargo de las llamadas y la correspondencia. Será silencioso/a. No mascará chicle». La constatación de tendencias geográficas, como el goteo de ofertas para pesadores de anacardos en Vietnam, el único país en el que los avatares de la cosecha de ese fruto seco parece ocupar día tras día las portadas de los periódicos. He visto a los ofertantes venirse arriba y quererlo todo. Como redactor del anuncio más iluso de todos los tiempos -tantas veces citado que prácticamente se ha convertido en una anécdota de barra de bar como si lo hubieran publicado solo para mi diversión- me imagino a un señor rechonchillo y trajeado, con un pelo de rizos bien repeinado hacia atrás y un puro. Un señor, en fin, que solo existe en las películas, concretamente James Cagney en ‘Un, dos, tres’ y que le dicta a su secretaria un anuncio que es, por una parte, todo grandeza -«Se busca ingeniero industrial trilingüe: español, árabe, chino»- y, por otra, todo ridículo -«se ofrecen 20.000 euros brutos anuales». Le robaría a Cagney la secretaria y le dictaría: «Estimados señores, cuando lo encuentren les ruego que me lo hagan saber. Me gustaría entrevistar al ingeniero trilingüe a doble página. Quizás a tres. Quizás proponerle protagonizar una serie de reportajes. Gracias».

En los últimos tiempos, la lectura se ha vuelto angustiosa. De las páginas y páginas de ofertas para fresadores, arquitectos y ‘key account managers’ hemos pasado a un par de recuadritos al final de las páginas salmón cuando ya Krugmman me ha quitado la alegría de vivir. Exagero, cuando ya Krugman me ha suministrado la dosis de desasosiego que, por lo visto, se necesita para vivir en este mundo si no quieres ser una tontiloca.

Pese a mi dedicación de años al minucioso estudio de las ofertas de empleo soy completamente incapaz de avanzar tendencia alguna. Me frustra mi cortedad de miras en un campo al que he dedicado tanto tiempo, pero, de verdad, no tengo ni idea de qué es lo que necesita esta sociedad, de qué es lo que buscan las empresas y de qué resultaría conveniente estudiar para poder, digamos, comer y pagar la factura de la luz en el futuro. Me duele mi ignorancia.

Leo a Norman Lewis que, en ‘Nápoles, 1944’, sus memorias como miembro del servicio de inteligencia británico, cuenta como uno de sus contactos civiles es un abogado de buena familia, que en la recta final de la Segunda Guerra Mundial pasa tanta hambre que permanece casi todo el día en la cama para no consumir energía. Es uno de los cuatro mil abogados que hay entonces en Nápoles, el 90% de los cuales son excedentes de las necesidades judiciales y no han ejercido nunca. A muchos médicos les ocurre lo mismo. Ni siquiera en la guerra son de ayuda, jamás han curado un enfermo y no saben ni por donde empezar. Sin embargo, sus familias no han dejado de empujarles para que se hiciesen con esos títulos que permiten al que los posee recibir el tratamiento respetuoso de avvocato o dottore. A ningún miembro de una familia de alcurnia, por venida a menos que esté, se le ocurriría nunca estudiar otra cosa más práctica, algo, por ejemplo, que le diese la posibilidad de trabajar.

A su vez, Dumas pasó una temporada en Nápoles en 1835 y descubrió que un buen número de familias en apariencia de vida desahogada, vivían verdaderas penurias. También hacían una comida al día, siempre minúscula, y a veces se la saltaban para poder tomarse un helado en la terraza del café más elegante a la vista de todos. La única profesión permitida entonces a los jóvenes de buena familia era la carrera diplomática y como el reino de Nápoles solo tenía sesenta puestos diplomáticos, el 90% de los solicitantes se veía condenado a la ociosidad aristocrática. Y al hambre aristocrática, se ve. Un siglo de diferencia y un comportamiento idéntico.

Temo padecer una ceguera napolitana, temo que ésta sea colectiva y ninguno sepamos verdaderamente qué estamos haciendo con los estudiantes y los trabajadores. Temo que en el futuro las comidas hayan de hacerse cada 24 horas, o cada 48 si se intercala un helado, y que la única forma de evitar semejante espacio entre tentempiés sea asumir que, tras estudiar una ingeniería y tres idiomas con tres alfabetos diferentes, nunca superarás un sueldo de mil euros.

Ya no sé si tengo que dejar de leer las ofertas o a Krugman.

Texto publicado en la edicion impresa de El Progreso el 12 de abril de 2014

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