''Bueno, carallo, bueno''

ME ASOMBRA LA gente que hace cosas, aunque sea vender tornillos o ganar Winbledon. Pero, ¿y los que no hacen nada? También me asombran. Viven en una tonalidad distinta al resto. No creo que sea fácil alcanzar ese estado de ánimo con el que te pasas los días diciendo «esto no», «esto tampoco», «ni loco», «ni que me paguen», «en otro momento», «bueno, carallo, bueno». Cualquiera tiene una semana inhóspita, en la que va del sofá a su habitación, de la habitación de nuevo al sofá, de casa al bar, y entremedias se masturba cinco veces al día para alejar los fantasmas personales. Son escenas casi alucinantes. Todos atravesamos períodos oscuros en los que nos abandonamos y preferimos no hacer nada, salvo cinco cositas muy puntales para no perder los estribos. Pero transcurridos dos meses, esa vida te cansa. Empiezas a advertir que los minutos saben a cerveza caliente. De pronto, echas de menos quedar atrapado en un atasco, las colas para abonar un recibo en el banco, e incluso las miradas displicentes de tu jefe, sugiriendo que eres un inútil que no sirves ni para estar tirado en la cama.

No hacer nada, en ocasiones, también puede ser un trabajo. En Ourense, cerca de mi casa, hay una tienda de filatelia, numismática y minerales, en la que nunca entra nadie. Cuando se tienta a la suerte, se asoma alguien por la puerta y pregunta si tienen baño, o dónde puede encontrar una farmacia. Inexplicablemente, hace décadas que la tienda permanece en la brecha, como si se tratase de un negocio boyante, en continua expansión. Es muy raro. Supongo que a la dueña, una señora gruesa y bajita, con gafas y pelo blanco, le va bien así, y que entre unas cosas y otras, le cuadran las cuentas a final de mes. El dinero es muy caprichoso. Cuando no lo tienes, a veces es cuando más abunda; no sabes qué hacer con él. Yo nunca sufrí tantas penurias como en la época que ganaba 5.000 mil euros al mes y me pasaba el día gastando sin sentido. Mi madre no entendía que llamase a casa para que me ingresaran 300 euros de cuando en vez, y yo no sabía explicárselo, sinceramente.

La tienda se acostumbró al silencio, a que la puerta no se abra, a que los paraguas no goteen en el suelo cuando llueve, a que no haya cambio en la caja registradora. Los días que me coincide pasar por delante, miro a través del escaparate y la dueña siempre está reclinada, con las tetas sobre el mostrador. Su gesto es de una desgana profunda. Parece lejanamente triste, con la mirada exiliada. Tal vez rece para que no entre nadie a molestar y que la máquina de hacer dinero no se detenga. En mi idea cándida de los negocios, temo que si un día se invirtiese la dialéctica, y de repente empezase a existir movimiento en el local, y gente entrando y saliendo con bolsas llenas, que obligase a facturar, y realizar más pedidos, y contratar personal, la tienda quebraría.

Si lo piensas bien, con la desgana se pueden hacer grandes cosas, además de dirigir un negocio a camino entre la desolación y la gloria. El Meursault de Camus, por lo pronto, comete con su apatía uno de los crímenes más bellos de la literatura. El protagonista de ‘El extranjero’ acaba con un hombre en la playa no de manera premeditada, expresa, sino vacilante, casi desinteresado en el tema, empujado a ese gesto por un sol deslumbrante que lo aturde.

La desgana provee. Yo mismo estuve a punto de enredar para que comprase mi libro a un comercial que se presentó en mi casa para venderme una tarjeta de crédito. Fue el lunes. No se podía sentir mas desinterés hacia el mundo que el que yo experimentaba ese día. Estaba en pijama, pues ya pasaban unos minutos de las cinco de la tarde, cuando el tipo tocó el timbre. Abrí con decaimiento, para no disimular. Llevaba tres días sin hacer nada, yendo del sofá a la cama, de la cama al sofá, de la casa al bar. En fin. En ese instante habría preferido saltar por la ventana. Si tienes suerte, puedes caer sobre los tendales de la ropa, precipitarte suavemente al toldo del bar, y al fin aterrizar sobre una silla, en la terraza, donde aprovechas para pedir al camarero una cerveza fría. Pero me faltó ánimo.

Intuí su sorpresa al verme con aquella pinta, pero reaccionó como un profesional y trenzó un bello y anodino discurso de veinte minutos sin puntos y apartes, solo comas, puntos y comas -conté al menos seis- y puntos y seguidos. Sonaba tan bien todo, a la vez que confuso, que pasados 20 minutos lo interrumpí para preguntarle qué vendía. «Pues un poquito de todo, como le digo», señaló, y guardó un reparador silencio, circunstancia que aproveché para contarle que acababa de publicar mi último libro. «Tal vez le interese comprarlo. ¿Le gusta el ensayo?».

Comentarios