Bocadillo de nocilla y chorizo

EN MIS TIEMPOS, fugarse de casa para siempre era romántico y fácil. Bastaba tener una semana medianamente horrible, en la que discutías con tu madre porque te descubría un mechero en el pantalón. De pronto, llegaba el miércoles y todo te parecía una mierda: tus padres, el instituto, el amor. Necesitabas irte lejos, olvidar tu pasado, inventarte una identidad nueva, como Jean Valjean. Vivir así, con una familia cuerda, que te daba todo lo que necesitabas, o te prevenía del tabaco, era odioso e injusto. Todos necesitamos fumar a escondidas, sentir el vértigo del fracaso. Esa noche, encerrado en la habitación, improvisabas la huida viendo ‘Granujas a todo ritmo’. Hay una escena de gran magnetismo, que te catapulta a la escapada, cuando Elwood Blues observa que «estamos a 200 kilómetros de Chicago, tenemos el depósito lleno, medio paquete de cigarrillos, es de noche y llevamos gafas de sol». Parece una constatación brutal de la felicidad. John Belushi, en la piel de Jake Blues, no puede sino rendirse a la observación de su socio, y dice: «Tira». Te gustaba el verbo. Inopinadamente, también tú arrancabas.

Algunos de los acontecimientos más lúcidos de la historia, como la noche que Rouget de Lisle compuso La Marsellesa, o el viaje en carruaje en el que Goethe redactó la ‘Elegía de Marienbad’, habían sido fruto de un encontronazo con el destino. Casi a la desesperada, saqueabas la nevera, elegías un libro de Raymond Carver para el frío y añadías una linterna y una libreta, por si deseabas escribir ‘El Quijote de Pierre Menard’ en un remanso. Camino del instituto, a la mañana siguiente, te desviabas y te dirigías a las montañas. De repente vivías peligrosamente, como si atrás dejases un atraco y dos cadáveres.

Te sonaba que en la sierra había una cabaña abandonada. Ahí podrías vivir, pensabas, durante un par de semanas, para aclimatarte a la nueva identidad, saboreando la soledad del forajido. ¿Y después? No era la clase de pregunta que te hacías. Ni tú una de esas personas que planeaban su vida más allá de las dos próximas horas. Cuando tenías una convicción la escupías discretamente, pero con asco, y la aplastabas con la puntera del zapato, como a una cucaracha. No quieras ideas firmes. Te conducirán a un lugar placentero, cálido, tal vez a un balneario. «Tengo sobre todas las cosas dos opiniones: una cuando estoy de pie y otra tumbado», sostenía Lichtenberg. Y no diría yo que a Lichtenberg le fue mal.

A medida que te alejabas, menos te pesaba no haber dejado una mísera nota de despedida sobre la mesa de la cocina, junto al frutero. La huida era un acto íntimo, silencioso e irreparable. No se comunicaba. Lentamente, tus padres ataban las ausencias. No estabas tú, no estaba Carver, no estaba la pechuga de pavo. «Se fue», concluían. Naturalmente, día y medio después de la fuga, a eso de la tarde, regresabas cabizbajo y feliz a casa. No imaginas que se pudiese echar tanto de menos una almohada. «Nos has dado un susto de muerte», te decía tu madre, entre lágrimas, abrazándote. Tu padre no decía nada. Manejaba el silencio como esos pistoleros que hacen dar vueltas al revólver alrededor del dedo índice antes de devolverlo a la cartuchera. Ni siquiera meneaba la cabeza. Tú sabías, sin embargo, que estaba pensando: «Qué hostias te daba, maricón».

La huida juvenil es una clase de gloria reservada a titanes que desprecian el mañana. Si los contradices, recitan a Ángel González: «Le llaman porvenir porque nunca viene». Yo huí una sola vez. Tenía catorce años. Esa semana mi madre se negó a comprarme las Converse Weapon que calzaba Magic Johnson. Esperé a que fuese sábado y, después de comer, me subí a la bicicleta de carreras. «Adiós, Boby», le dije al perro. Y me puse a pedalear. Me animaba pensando en el futuro, lejos de casa, en otro país, dirigiendo un imperio. Lamentablemente, cuando llevaba cuarenta kilómetros y ya había dejado atrás las empinadas pendientes de las Estivadas, me dio la pájara. Me desfondé emocionalmente. ¿A dónde iba yo?, me dije. Si me detenía a descansar quizá todavía llegase a tiempo de merendar. Tuve suerte. Mi vecino el Pescadilla me vio arrimado a la cuneta y detuvo la DKV, para saludar. «¿Vas al pueblo?, ¿nos llevas?», pregunté, hablando por mí y por la bicicleta. Al llegar a casa di las buenas tardes, como si nada, y me hice un señor bocadillo de nocilla y chorizo. Mi padre, sin embargo, me miró en silencio, como si lo supiese todo. Me sentí como aquel personaje de ‘La conjura contra América’, de Philip Roth, que sabiéndose inferior a su rival, mascullaba: «Ese presuntuoso hijo de puta lo sabe todo… lástima que no sepa nada más».

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