Blue Jasmine

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CUANDO un director se pasa los últimos treinta y seis años de su vida pariendo y escribiendo otras tantas películas, las capacidades predictivas del espectador se convierten en casi adivinatorias. Se podría elaborar una gráfica y ver cuándo toca qué en la carrera de Woody Allen: variaciones sobre su cine, un drama existencial, una comedia misántropa o una simple maravilla. Todo ese cálculo se vendría al traste cada cierto tiempo: cuando se produce una conjunción de todas ellas. Y eso es lo que ocurre en ‘Blue Jasmine’.

Sobre el papel parece una revisión adulta de ‘Granujas de medio pelo’; algo que es también muy alleniano, volver sobre sus propios pasos para añadir capas de profundidad. En ‘Blue Jasmine’, la mujer de un magnate neoyorquino de la estafa se queda sin blanca y va a vivir con su hermana en un pisito de San Francisco. El choque interclase, fuente de inspiración en la filmografía de Allen, se degrada hacia una comedia amarga con trazas políticas.

Cate Blanchett defiende con templanza a su Jasmine, una pija en decadencia que trata de salir a flote dando falsas brazadas. Como la orquesta del Titanic, la protagonista busca convertir su hundimiento en un ejercicio desesperado de dignidad. Pasado y presente se cruzan para componer uno de los personajes más complejos y perdurables del cine de Allen.

‘Blue Jasmine’ confirma que el método de trabajo de uno de los directores vivos más estimulantes todavía es aprovechable. Cuando parece que se extingue su capacidad de seguir escribiendo, una nueva obra emerge para devolver la confianza del fandom y para callar a los que ven venir el declive definitivo del maestro.

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