Autorretrato veloz

NO SÉ cómo enseñará el profesor Neira, si arrebatará a los alumnos con sus explicaciones o los sumirá en sopores mañaneros, siempre los peores porque suponen alargar las noches de sueño en un ambiente hostil como es una clase. Pero sí sé, porque salta a la vista, que tiene una capacidad asombrosa de retratarse en sus respuestas, fundamentalmente a base de contestar más que lo que se le pregunta. Hay gente a la que se le hace una entrevista eterna, que llena horas de grabación, y no acaba de revelarse nunca; algunos hasta son capaces de no negarse a responder a ninguna pregunta asegurándose de que, en realidad, nunca contestan realmente a nada. Es un don. Si son muy hábiles, hasta parece que tardas un poco en darte cuenta. Para cuando lo haces ya estás metido de lleno en el juego: manteniendo un diálogo totalmente ajeno al de la persona que tienes delante. Como las paralelas, esas son conversaciones que nunca se encuentran. No es el caso. El profesor Neira es de esos entrevistados que, a la segunda pregunta, ya te ha contado tanto que te dan ganas de acabar con todo ahí mismo. «Muchas gracias, pero ya tengo bastante». «¡Pero si llevamos cinco minutos de reloj!» «Pues eso, que ya tengo bastante». Así me imagino yo un encuentro con él.

Es un hombre al que le preguntan si se reconoce homófobo (que es la razón por la que la USC le ha abierto un expediente) y dice que respeta a los homosexuales, y añade que hace lo propio con los inmigrantes y negros. Si esa no es una asociación reveladora no sé qué puede serlo. En una película americana de abogados sería el típico testigo que te hunde el juicio: aunque le has aleccionado para que conteste sí o no y no se explaye más allá de lo que estrictamente le inquieren, le gusta dar explicaciones, hacerse un retratito cada vez que contesta.

Es de esos hombres que dice que no tiene nada en contra de los homosexuales, siempre que no le toquen el culo. He oído más de una vez esa declaración y jamás la he entendido. Contiene varias presunciones erróneas: la primera es que los homosexuales, por el mero hecho de serlo, van tocando culos por ahí, y la segunda, que los homosexuales, por el mero hecho de serlo, quieren tocar el culo de cualquier hombre que se encuentren, así sin cribado de ninguna clase, con carácter universal. En fin, resulta muy presuntuoso por parte del profesor Neira pensar que alguien tenga la más mínima intención de tocarle el culo.

Desde aquí se lo digo, quédese usted tranquilo. Creo que es algo que no le va a ocurrir y que, si alguna vez existió para usted esa posibilidad, se aleja indefectiblemente con cada entrevista que concede.

En mis despreocupados años universitarios, mis amigas y yo gustábamos de ir a un bar que no era de ambiente ni dejaba de serlo. Era uno de esos establecimientos a donde a todo el mundo le importaba muy poco qué le gustaba al otro, la música era divertida y la gente parecía pasárselo genuinamente bien. Lo que más nos fascinaba de este sitio era un camarero que, de vez en cuando, se arrancaba a bailar entregadamente sobre la barra. Durante unos minutos, se dedicaba en cuerpo y alma a hacer unas coreografías estudiadísimas mirando con devoción el espejo que tenía enfrente: no creo que nunca haya visto amor tan puro como el que ese hombre se profesaba a sí mismo. Se encantaba. A veces hasta daba vergüenza mirar porque parecía que estabas interrumpiendo algo. Siempre tuve la teoría de que había aceptado el trabajo solo por el espejo frente a la barra, que le permitía contemplar durante toda la jornada a su persona favorita.

Uno de mis amigos creía en los razonamientos neirinianos. No le gustaba ir allí porque temía un acoso homosexual, decía que estaba en tensión. Creía posible que medio bar intentara ligar con él. Aunque solíamos acribillarlo a críticas y preguntas («¿Cuando vas a tomar una copa todas las mujeres heterosexuales del bar intentan ligar contigo?», «¿te tocan y te acosan porque les resultas irresistible y no se pueden contener?» «¿por qué habrían de hacerlo entonces los homosexuales?», le decíamos) no cedía y se mantenía pegado a la pared echando miradas amenazantes. Cansadas de esa actitud defensiva, que no abandonaba pese a que nadie jamás le pidió ni la hora, un día se lo dijimos claramente: «Para ya, no seas tonto. ¿No ves que en este bar no le gustas a nadie? ¿no ves que nadie se fija en ti?»

Lejos de relajarse, apoyó la copa en la barra y preguntó apesadumbrado: «¿Tú crees que no le gusto a nadie? ¿a nadie? ¿ni al camarero este, al que claramente le van los tíos?», me preguntó.

«A ese, al que menos.»

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