Autores perdidos en los puertos

"Camus pone a Meursault junto a Oran para hablar de su estupor ante la existencia, de su sentirse extraño a la tierra y a la vida, en el exilio antes de encontrar el reino, y lo mira todo de forma extraña y desarraigada, el mar y la arena son el epítome de esa extrañeza, de ese desconcierto que se convertirá en bodas con la tierra y en lirismo pindárico"

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QUÉ LOCURAS provoca el mar en la literatura. O qué nostalgias, o qué contradicciones. Georges Simenon en ‘Las señoritas de Concarneau’, en un puerto en Bretaña, habla de un hombre dominado por sus hermanas, que solo se siente intenso en el mar, que se enamora de la madre indiferente del niño al que atropelló, una mujer a la que la da igual todo, mientras él disfruta con cada mínima cosa, y le gustaría hacerle compartir eso. Lawrence Durrell en ‘El cuarteto de Alejandría’, en aquella Alejandría en que se mezclaba todo y se liberaba todo, tan diferente de la de ahora unicultural, inventó unos personajes nostálgicos y sensuales, que buscan como profundizar en la vida, como adentrarse en todos sus vericuetos, en sus perfumes laberínticos, en sus vicios secretos, en sus deseos gnósticos. Isak Babel en ‘Cuentos de Odessa’ aprovecha que está cerca del mar para hablar de esa vitalidad increíble de los judíos a los que amenazan los progroms, las rigideces soviéticas, las persecuciones atávicas, y saca imágenes de bandidos y de seres desmesurados, con un estilo cortante como un hacha, sintético, chocante, en que cada frase le llevaba meses de cortes.

Albert Camus en ‘El extranjero’ pone a Meursault junto a Oran para hablar de su propio estupor ante la existencia, de su sentirse extraño a la tierra y a la vida, en el exilio antes de encontrar el reino, y lo mira todo de forma extraña y desarraigada, el mar y la arena son el epítome de esa extrañeza, de ese desconcierto que poco después se convertirá en bodas con la tierra y en lirismo pindárico. Dostoyevski en San Petersburgo no solo habla de Raskolnikov que mata a una vieja creyendo que no vale nada  y del príncipe Mischkin que ve una increíble armonía universal poco antes de sus ataques de epilepsia, habla especialmente en ‘Noches blancas’ de ese muchacho que se enamora con nostalgia de la mujer que va a casarse, y junto al agua es capaz de recibir sus confesiones oscuras que no servirán para nada y por eso son tan libres y valiosas. En Zanzibar Abdulrakah Gurnah frecuenta los cafés literarios y observa con la mirada de un niño a los occidentales en ‘Paraíso’, esos occidentales que vienen del otro lado del mar a traer tantas trampas y ferocidades y falsas promesas, a esa ciudad que sin embargo es el resultado de culturas llegadas por mar desde todas partes, de indios, persas, ingleses, portugueses, para formar una de esas culturas mezcladas del mar que es la suajili, e imagina un paraíso que solo es un mito de sedas de infancia entre traiciones de unos y de otros.

Juan Carlos Onetti inventa en Santa María en ‘El astillero’ la melancolía definitiva del mar con esas grúas fantasmales y esa mujer que se cree una princesa de espejismo romántico y una empresa que no existe, en ese mundo de Onetti en el que casi nada existe y todo son imágenes infernales de visiones que no han sido. Knut Hamsun en ‘Hambre’ vagabundeaba por Oslo, que entonces se llamaba Cristiania, en las orillas del mar que luego lo llevaría a todas partes, y el hambre le daba visiones y en ella subsistía una vitalidad invencible que le hacía fascinar a las gentes y subir a casa de una mujer que le enseña los pechos en las escaleras, antes de latir en otros puertos del norte donde se desarrollaron personajes inagotables que iban y venían con proyectos y sueños y amores invisibles. Sandor Marai en ‘El extraño’ coloca en Dubrovnik a un ser parecido al Meursault de Camus, que un día se extraña de todo, y mira con asombro a todas las personas, y decide apartarse de todos, y se retira a morir a un islote desierto, donde observa toda su vida pasada repleta de mentiras y mezquindades. Parece que el mar provoca esos deslumbramientos, esas brisas lejanas, esos apartarse de la tierra y sus seguridades y sus rigideces, ese perder pie de cuando en cuando para preguntarnos qué somos.

Y Joyce en el ‘Ulises’ en Dublín hace que un día de una persona corriente  se convierta en toda la Odisea, en todos los encuentros y las sirenas y los hechizos y los lestrigones, y otras vidas cuando Molly se está despertando y se acuerda de hace años en Gibraltar y todo eso, y todo acaba también en una nostalgia increíble y en una aventura densísima en las orillas del mar. Y Thomas Mann en ‘Muerte en Venecia’ inventa que alguien encuentre toda la plenitud de la belleza en un rostro y en una música y en unas calles amenazadas que flotan en el agua, porque todo se hace trágicamente más esplendido y visionario en las orillas de la muerte,  cuando la peste puede acabar con todo. Y Antonio Muñoz Molina en ‘El invierno en Lisboa’  pone todo el jazz y las frustraciones y los recovecos  faulknerianos de los sentimientos en San Sebastián y Lisboa.

Pero es mucho más desgarrador Ángel Vázquez cuando escribe en Tánger ‘La vida perra de Juanita Narboni’, otra ciudad multicultural y mezclada y libre cosmopolita y onírica, a donde iban escritores del mundo entero, que se desmelenaba extraterritorial junto al agua, y en ella Juanita en un monólogo vivaz y en carne viva va mostrando la decadencia de sus sueños y sus ilusiones, hablando  con fantasmas y con obsesiones hasta caer en el fracaso y la locura.

Y Nietzsche trataba de recuperar esa vitalidad que tanto admiraba y no tenía en esa belleza esplendorosa de Niza, en su casa cercana al puerto, donde no solo se solazaban los aristócratas rusos y los burgueses, sino también los poetas rebeldes carcomidos por la mala salud como César Vallejo. Y André Malraux compuso rebeldías místicas y revolucionarias en Shangai en ‘La condición humana’, donde el sacrificio y el sufrimiento refinados y horribles se ofrecen en el altar de un futuro de justicia que luego no vino.

Y Neruda hacía fiestas con fuegos artificiales encima del puerto de Valparaíso antes de que una dictadura negara toda la libertad y la aventura de los mares. Y Allen Ginsberg aullaba que su polla era santa y su culo era santo y toda la vida oscura venía por la Ruta 66 a desembocar chorreante en el puerto de San Francisco. Y John dos Passos puso a trescientos personajes que llegaban al puerto de Nueva York a buscarse la vida de mil maneras en las calles de la ciudad que era un rompeolas de todas las desventuras y las feroces esperanzas. Y es que el mar  siempre infecta con las libertades y los sueños sin límites y las aguas imprevisibles y las rupturas de los límites.

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