Escritores del Village

Y entonces me iba un poco más al norte, a la calle 23, y allí llegaba al Chelsea Hotel, y miraba las placas de escritores bajo la marquesina y entraba en el vestíbulo y miraba más placas y fotos de escritores y me sentía abrumado

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ME PONÍA en mitad del Arco y miraba hacia las ventanas porque a una de ellas se acercaba llena de incertidumbre La heredera de Henry James. Y lamentaba no estar cuando Marcel Duchamp declaró sobre el Arco la República Independiente de Washington Square o durante el Desfile de la Marihuana del primero de mayo. Me acordaba en Le Figaro de que allí desplegó Keroauc el desenfreno lingüístico de Los subterráneos perpetrando en la lengua inglesa como decía Henry Miller algo de lo que tardaría en recobrarse. Me metía en el café Reggio y me acordaba de escenas de la película Shaft de Gordon Parks y trataba de imaginarme cuando Djuna Barnes después de haber escrito El bosque de la noche le daba vueltas a sus locuras de París mientras escapaba de las cartas ansiosas que le escribía Anaïs Nin.

Iba hacia el río Hudson hasta llegar a la taberna White Horse donde Dylan Thomas se levantó una noche y dijo: "Creo que he batido un record, me he tomado 19 whiskies" y se fue a morir al Chelsea Hotel. Estaba allí al atardecer recordando sus poemas visionarios que querían traer un nuevo Apocalipsis y convocar profetas que nos arrancaran de nuestras raíces y soltar dioses celtas desmelenados por las avenidas y sacudirnos y decirnos que la muerte jamás triunfará y aconsejarnos que no entremos en ella de buenas maneras. Me acordaba de cuando Sean Penn recitaba el poema en una película de gángsters cuyo titulo no recuerdo y resultaba escalofriante.

Cogía hacia el East Village y me metía en Alphabet City donde las calles tienen nombres de letras y mi mirada vagaba entre las tiendas de ropa usada, los locales de puertas ahumadas, las paredes con pinturas, los pequeños jardines comunitarios, las escaleras verdes. Iba por la calle Saint Marks con las tiendas en las bodegas, con los colores caóticos, con los hotelitos secretos, con las tiendas de cómics, con los árboles sombreando las escaleras, con sus neones artesanales. Quería santificar mis pasos poniéndolos donde los había puesto Allen Ginsberg y quise poner mi cuerpo en la puerta del CBGB —que años después cerró agobiado de deudas despedido por un concierto de Patti Smith— aunque fuera de día para que se me pegara algo del aura de los conciertos legendarios que se celebraron allí. Yo no quería la América de los especuladores y los guardianes del mundo sino la de los creadores desgarrados que sacaron las entrañas y reventaron los lenguajes, y me exaltaba que Jack Kerouac se hubiera emborrachado por aquellos andurriales.

Subía a la calle 7 con la Tercera Avenida y entraba en el Mac Sorley donde bebían los personajes de Sergio Leone y desbarraba Hunter Thompson el de Miedo y asco en Las Vegas y donde e e cummings tomaba cerveza en un poema —"yo estaba sentado en el Mac Sorleys,/ afuera estaba Nueva York y nevaba bellamente"— y pedí que alguien me sacara una foto en aquel lugar de piratas y salí con la jarra levantada en lo alto disfrutando yo solo de toda la apertura loca de aquel antro como si estuviera en el mar de las épocas y de las singladuras . Y creí que yo también pasaría a la historia secundaria de América con aquella pinta gigante escuchando gaitas irlandesas y atravesando todas las vivencias secretas que todavía danzaban fantasmales en el barrio bohemio de Nueva York.

En Astor Place le daba vueltas al cubo que se sostiene en un vértice como un símbolo de todo lo inquieto y festejaba las actuaciones callejeras y miraba a los patinadores y a los anarquistas y a los andobas que parecían personajes del Trópico de Capricornio de Henry Miller que paseaban sus figuras chorreantes en mitad de las columnatas griegas como si allí cupieran todas las evocaciones.

Admiraba Grace Church con sus gabletes y sus balcones azules cerrados y su gótico americano y la iglesia gótica era tan gótica como los viajes de Jack Kerouac o como los poemas visionarios de Dylan Thomas o como los conciertos mas rompedores de los sesenta. En Saint Marks in the Bowery pensaba cómo hablaría de su Profeta Jalil Gibran y evocaba cómo soltaría sus imágenes Amy Lowell ("¿Debería darte uvas blancas?/ Desconozco la razón pero de repente me encapricho con esa fruta./ Por ahora la idea alimenta mis sentidos./ Y parecen más deseables que una perfecta esmeralda./ Puesto que nada tengo, puesto que mis manos están vacías") y con Carl Sandburg me exaltaban las tormentas y los boxeadores de Chicago ("Salchichería del mundo./Fábrica de ástiles. Almacén de Trigo./ Juego de Vías Férres. Tirada de Mercaderías de la Nación;/ ciudad tempestad , enronquecida, vocinglera,/ ciudad de anchas espaldas") y dentro de la antigua iglesia me parecía estar viendo a Sam Sephard que traía a Nueva York el verdadero oeste y sus sombreros silenciosos. Y me paseaba ante las dos esculturas de Solom Borglun , la Aspiración y la Inspiración que mostraban el ritmo de la vida que nunca paró en los escritores en el Village de Nueva York y me gustaba estar en el barrio de lo informal y de la ruptura donde nacían tantas sorpresas y donde estar vivo todavía podía significar tantas cosas.

Y entonces me iba un poco más al norte, a la calle 23, y allí llegaba al Chelsea Hotel, y miraba las placas de escritores bajo la marquesina y entraba en el vestíbulo y miraba más placas y fotos de escritores y me sentía abrumado y me daba vértigo pensar en tantas vidas vertiginosas que se desarrollaron allí y evocaba cómo Leonard Cohen se apretujaba las sábanas con Janis Joplin y cómo Arthur Miller hablaría de los viajantes traicionados bajo los pechos de Marilyn Monroe y cómo Kerouac planeaba agujerear América con los recorridos de On the road y cómo Thomas Wolfe —el genuino, el de los años 30, no el pijo con cara de triunfador grasiento de Wall Street llamado Tom Wolfe— hablaba de tiempos como ríos y de ángeles chocantes que nos miran y cómo Dylan Thomas agonizaba en medio de los vapores del whiskey y de los dioses de Gales y de los santos convulsos y cómo Leonard Cohen desgarraba el aire con sus melancolías lluviosas y su romanticismo arruinado ( "Te recuerdo claramente en el Chelsea Hotel,/ hablabas tan segura y tan dulcemente,/ mamándomela sobre una cama deshecha,/ mientras en la calle te esperaba la limusina, /Te arreglaste un poco y dijiste: No importa,/ Somos feos pero tenemos la música").

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