Aquel viejo Rilke que me enseñó las pirámides

Yo me alojaba en el hotel Windsor, una antigua joya de la época colonial, que mezclaba decadencias egipcias y británicas, y me atendía un ama de llaves muy obsequiosa llamada Madame Sadó

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EL COCHE DEL hotel me llevó a las pirámides, y me pareció tan loco y descomunal aquello que no sabía cómo meterlo en mi mente, vi aquellas monstruosidades milenarias en el desierto como signos oscuros, como mensajes inabarcables del otro mundo, subí por las escaleras negras a la galería oscura de la Gran Pirámide, y allí me vi en medio de la oscuridad más oscura de la Tierra, y no me dio tiempo a pensar en todo lo que aquello significaba, y luego los turistas compraban furiosamente un montón de adminículos industriales en las tiendas de los alrededores, y un tendero me decía que abrazara a las europeas guapas sin miedo, que con las europeas se podía hacer cualquier cosa, y luego estaba en mi habitación evocándolo todo, porque para mí evocar es a menudo más profundo que vivir, y muchas veces deseo que acabe una vivencia porque una vez acabada nada puede estropearla, ya nada puede salir mal, y me puedo dedicar tranquilamente a saborearla, y pensaba si ir al hotel Oberoi que tenía una terraza enfrente de las Pirámides para sentir allí todas las épocas al atardecer mirando aquellos garabatos cósmicos, y acordarme de Gerard de Nerval y de Rilke y Chateaubriand y de todos los que pudiese recordar, y emborracharme allí mirando como se oscurecían las Pirámides en el desierto y en mi mente, y permitir que salieran dentro de mí todos sus significados como perfumes soltados por las palmas, y en el Lounge Bar del hotel Windsor me estaba pasmado con el pensamiento abierto, con la percepción abierta sobre todo lo que había visto, luego salía por el barrio donde se movía Naguib Mahfouz al que casi matan los integristas asesinos, y me perdía en los zocos laberínticos de Jan Al Jalili o en las diosas impecables del museo de El Cairo, y luego volvía al cuarto y me ponía a darle vueltas cerca del sueño a las Pirámides y su silencio infinito.

Y entonces evocaba el viaje que hizo Rilke en 1910, cuando fue con Jenny Oltersdorf, y luego se separaron, y rompieron todas sus cartas, y ninguno de los dos habló jamás de ese viaje, pensé qué les habría pasado, es el único caso en que Rilke no hable de su relación con una mujer, qué clase de fracaso absoluto o de experiencia inexpresable habrán tenido, a qué clase de abismos habrán descendido los dos o de desfiguración o transfiguración temible que no les permitió hablar nunca más de aquellos días, Rilke consideró un fracaso aquel viaje y sin embargo de él surgió mucho más tarde, cuando menos lo esperaba, la gloria absoluta de la ‘Décima elegía’, se alojó en el hotel Shepherds junto al Nilo donde se alojaban todas las celebridades, se embarcó en el barco Ramsés en dirección a Luxor y a los templos del Alto Nilo, se asombraba con las aldeas que pasaban y la multitud de pájaros y la caída de la noche sobre el Nilo que ya había asombrado con su abundancia miles de años antes a los creadores de la novela antigua, y en las afueras de El Cairo se tendió toda una noche junto a la esfinge de Giza , y se sentía asustado e ignorado por aquella figura azotada por los siglos, y tenía miedo de no sentir lo suficiente aquello aunque su corazón latía con más fuerza que nunca, y tiempo después en la ‘Séptima elegía’ le había de decir a un ángel que le diera recado a Dios de lo que éramos capaces de hacer los hombres, que aquella enormidad era nuestra lucha contra el destino, nuestra queja contra la fatalidad que intenta marcar la grandeza del hombre como los héroes de la tragedia griega —o como tiempo después dirían los rebeldes de Albert Camus—, y el poeta se sentía sobrepasado por aquello, y en la noche aplastado debajo de las estrellas, y probablemente nunca se sintió tan profundo como en aquel momento, aunque en otra ocasión cuando escribió en Ronda la ‘Trilogía española’ había tratado de reunir apasionadamente todas las sensaciones ilimitadas para hacer una Cosa increíble que ofrecerle a Dios, pero ante aquella Esfinge donde una lechuza en la noche de repente marcó el contorno de las mejillas tuvo la visión más inolvidable.

Y su visión de las Pirámides surgiría al final de su vida torrencialmente, en el castillo de Muzot, en la ‘Décima elegía’, cuando la melancolía —como le había sugerido a Franz Xaver Kappus en las ‘Cartas a un joven poeta’— abre la percepción para recibir la dicha más absoluta, cuando al poeta se le aparece una Queja, una habitante del País de las Quejas que es Egipto, para mostrarle toda su nostalgia y su evocación que se vuelve la vivencia más acrisolada e indestructible, cuando la queja se convierte en la afirmación más honda y secreta e incontrolable, la afirmación que no se nombra a sí misma, que no se define, y Egipto aparece como el país de los muertos que significa la vida más secreta y profunda, esa vida que los egipcios antiguos indican con el 'ba', el principio vital que se esconde en la sombra y el silencio, en el mutismo y la ausencia de gestos, que es la vitalidad más honda de esas estatuas inmóviles que parece que no tienen vida, pero tienen la esencia de la vida, y en la serenidad de Rilke como en la de las figuras egipcias se manifiesta por fin el entusiasmo más ilimitado, aquellos monumentos escandalosos son grandes tumbas pero son monumentos a la vitalidad más incansable, a la voluntad de vivir secretamente a través de los milenios y las posturas y los gestos, son el signo de vida más prodigioso, e igual que esas supuestas tumbas son delirios de vitalidad y de fiesta, y la inmovilidad esconde la esencia de los gestos esenciales, y las tumbas son los festines de vida más definitivos, así el País de las Quejas y de la nostalgia que pone Rilke en Egipto en la ‘Décima elegía’ es el país de la celbración, cuando las notas de los ángeles tienen la vibración perfecta —«que ninguno de los martillos de mi corazón pulsados nítidamente/ rehúse herir las cuerdas flojas, vacilantes o desgarradas»—, Rilke creía que había fracasado pero como ocurre muchas veces había triunfado más profundamente que nunca, y por eso en aquella habitación del hotel Windsor Rilke era el viejo —porque había vivido millones de experiencias y muertes y visione— que me enseñó las pirámides, igual que en las ‘Iluminaciones’ Rimbaud habla de “aquel viejo brahmán que me enseñó los proverbios”.

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