Adrenalina

EL TRAMO QUE VA a Sanfiz-Meiroi desde la carretera que baja de la sierra de Meira a Chao de Pousadoiro está cortado desde las nueve de la mañana. Tras los conos, una furgoneta serigrafiada, un remolque y un puñado de coches se desperdigan por las cunetas. Una quincena de personas se reparten en corros, toman datos, miden presiones, ajustan neumáticos e intercambian opiniones en un lenguaje privado sobre frenadas, amortiguadores, trazadas, llantas y cosas así. El centro de atención es un Porsche 911 RSR que se deja querer, coqueto. A otro sus treinta años lo habrían convertido en carne de desguace. A él, en un clásico. Como a su conductor, Beny Fernández, uno de los mejores pilotos gallegos de todos los tiempos. Tras veinte años fuera de competición, el equipo patrocinado por Nupel lo ha recuperado para correr algunos rallyes para coches clásicos. Lo hará en ese 911 y ésta es su primera toma de contacto. Para esta cita se ha puesto al abrigo de dos tipos de garantías: los hermanos Vallejo.

Sergio conduce; Diego, seis años menor, guía. A primera vista, poco más en común tienen que sus ojos de husky siberiano, pariente cercano del lobo que aúlla en el logotipo del equipo Vallejo. Lo adoptaron como símbolo tras un rallye que ganó Sergio, después de aventajar misteriosamente a todos sus rivales en unos tramos cegados por la niebla. En la portada de un periódico coincidió la noticia de la victoria con un titular críptico: "Lobos en la sierra de Meira". La cosa vino dada. Diego, más inquieto y propenso a la broma, asegura que su hermano va tan bien con niebla porque su novia era de Lugo y se pasó diez años viajando a diario desde Meira. Sergio, que emana serenidad en su forma de hacer y de decir, tiene otra explicación: "Me olvido de referencias y me concentro en lo que me canta Diego". Su relación parece situarse más allá de la simple compenetración. Son complementarios, piezas torneadas a medida para encajar a la perfección.

 El resultado, terceros en el Nacional del año pasado y serios favoritos a la victoria este año con un equipo que ya cuenta con el apoyo oficial de Porsche. Pero eso es otra historia, una que comenzará esta semana con las pruebas de su 911 GT3 en este mismo tramo en el que estamos. Esta vez se trata de probar el de Beny Fernández. Diego se recuerda a sí mismo con diez años en el asiento de copiloto de un 600 que su hermano había serigrafiado con los colores de Beny, dando tumbos por estas carreteras. El héroe de entonces es tratado ahora con veneración, pero sin afectación. Él, a su vez, muestra el respeto del que reconoce la valía de quien tiene enfrente. Sergio tiene fama de saber poner un coche a punto. Y lo demuestra. Dos pasadas, un toque a la presión de los neumáticos y se solucionan la mitad de los problemas que tenían a Beny en un sinvivir. Hay que entenderlo: 300 caballos sin tracción total ni dirección asistida ni cambio secuencial ni esas zarandajas modernas.

Tampoco el día ayuda. Los del tiempo habían pronosticado la entrada del primer temporal del invierno... y van y aciertan. El frío es intenso, cae aguanieve y, de vez en cuando, granizo del que duele. La peor climatología en el tramo más difícil para el coche menos adecuado. Aun así, allí todos gozan.

Diego y Sergio, los Vallejo

El hambre ya aprieta cuando deciden parar. Es entonces cuando Sergio se dispone a mostrarme lo que él no acaba de explicarme ni yo de entender, el sentido de todo aquello. Se pone al volante del 911 y Diego me cede el sitio del copiloto. El coche ha sido vaciado totalmente y dentro sólo quedan dos asientos, el volante y la palanca de cambios. Todo lo que aumente peso sin aportar trabajo es prescindible. La única excepción a la regla soy yo. Diego me ajusta su caso y me aconseja: “Si te entra el miedo, mira para Sergio. Verlo conducir da tranquilidad”. En principio, no me tranquiliza gran cosa.

El primer acelerón me clava en el asiento y antes de llegar a la primera curva tengo ya la certeza de que nos vamos a despeñar ladera abajo. De manera milagrosa, el coche se mantiene en la carretera y yo miro para Sergio, que me ignora y sigue acelerando. Tras la tercera curva, me doy de cuenta de que sería bueno volver a respirar y el oxígeno nuevo me ayuda a tranquilizarme. Treinta segundos después, una vez asumido que aquel tipo no es un suicida, empieza lo bueno: el nivel de adrenalina sigue en máximos históricos, pero el cuerpo te pide más. El coche se mueve como una barca en una tempestad y mi cabeza baila floja dentro del casco mientras éste choca con la barra lateral, pero no quiero que aquello termine. Intento ver a qué velocidad vamos, pero el velocímetro marca cero. Así a ojo, por el movimiento del coche y el cuentarrevoluciones, debemos ir más o menos a toda hostia. Cada curva es un nuevo subidón y cada pequeña recta un motivo de entusiasmo. La cruzada en la curva de 180 grados de final de tramo me da ganas de gritar de gusto. Cuando llegamos al punto de partida, me agarro al asiento como el niño que se aferra al volante del coche de su padre. “¿Te ha gustado?”, me pregunta Sergio. Balbuceo algo que sirve de afirmación. “Pues con mi Porsche es igual, pero todo tres veces más rápido”. Suelto el asiento y salgo huyendo, no es cuestión de ir de sobrado.

Cuando la caravana de coches llega a Chao de Pousadoiro para comer, aún rezumo adrenalina por las orejas. En la comida todo transcurre como en la cena de Navidad de una familia numerosa. Bromas, recuerdos, anécdotas, fotografías... Y uno por fin empieza a entender qué pintan allí todos esos locos con sus locos cacharros. Nos vemos en las cunetas.

Comentarios