Actuar

Supongo que desde cualquier pódium se ve mucha suciedad que al público se le escapa

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LA PRIMERA escena de Piel de serpiente dura unos cinco minutos y transcurre en lo que parece el juzgado de un pueblo. Sacan a Brando de una celda y lo interrogan. Solo se le ve a él, que va respondiendo a las preguntas del juez con frases cortas, como cansado, subiendo y bajando las cejas, frunciendo la boca, inclinando la cabeza, mirando para los lados, al techo, dudando, medio cínico, medio resignado. Y es increíble.

La película es de Sidney Lumet, con Ana Magnani y el apabullante Marlon Brando. Y, como me pasó hace unos años con La noche del cazador —de Charles Laughton y protagonizada por un joven y cautivador Robert Mitchum—, me pareció que, aun siendo cine, allí se hablaba otro lenguaje. No se me ocurre otra forma más clara de explicarlo que diciendo que ambas son más teatrales. En esta, a veces la imagen se oscurece ligeramente y solo se iluminan los ojos de quien habla. Y yo diría que el peso de la interpretación es absoluto, que los actores lo son todo. Tanto Magnani como, en especial, él, tienen escenas con primeros planos, monólogos donde no están más que ellos y esa luz favorecedora. Ellos actuando: puro arte dramático.

Lo de Brando es asombroso; su presencia es tan abrumadora que eclipsa todo lo demás. Me preguntaba, al verlo, si realmente daría esa sensación fuera de la pantalla. Esa sensación de excepcionalidad. Puede que no fuese el más guapo (Paul, Robert, Monty…), pero, ¿ha habido alguien tan extraordinario, literalmente, tan fuera de lo común? Se cuenta que a la Paramount no le convencía que hiciese de don Vito en El padrino, pero que, tras verlo en la habitación del hotel meterse un par de servilletas en los carrillos y mostrarles durante unos segundos su idea del personaje, ya no hubo ninguna duda. Debe de estar bien, ser grande en algo.

Aunque, bueno, en realidad supongo que desde cualquier pódium se ve mucha suciedad que al público se le escapa. Salvando la sideral distancia, las veces que he recibido algún elogio claro por algo que he hecho, siempre, sin excepción, me ha parecido que es que no lo sabían todo. Nunca creo que los míos sean los logros meritorios e indudables que yo admiro en los demás; siempre hay una explicación que les rebaja la épica y la poesía, siempre veo unos andamios, unas miserias que deslucen todo un poco, o bastante.

Por eso ningún resultado me transforma nunca en lo que desde fuera me parecen otros. Haga lo que haga y por más que me empeñe, sigo siendo yo.

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