Abandonad toda esperanza

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NO ES ASÍ EN otros lugares, ni lo era en este en otros tiempos, pero a estas alturas de nuestra democracia, si la hubiera o hubiese, todos tenemos claro que no hay puesto del que menos se pueda esperar que del de portavoz del partido del Gobierno en el Congreso. Con la salvedad, claro, del de portavoz del partido del Gobierno en el Senado, si lo hubiera o hubiese.

Es por eso que las mayorías absolutas suelen reservarlos para el cupo de palmeros del claque, como pago de fidelidades perrunas y adhesiones inquebrantables, como acomodo de segundos espadas y novilleros sin picador o, cuando la ocasión lo aconseja, para lanzar mensajes a propios y extraños.

Me temo que este último es el caso de Rafael Hernando, persona más familiarizada con el exabrupto que con el argumento, más propensa al gancho de derecha que al verbo y que solo en un país de grandes sueños y oportunidades como este podría fantasear con ver unido su nombre a la palabra portavoz, salvo que lo fuera de la Asociación de Grupos Ultras contra el Sentido Común, que no sé si existe pero tampoco me extrañaría.

Lo bueno que tienen este tipo de individuos -asumimos a Hernando como muestra de la especie, que se reproduce con éxito notable en todos los hábitat políticos- es que nunca defraudan, suelen comportarse a la más mínima ocasión justo como se espera de ellos. Incluso superando las expectativas. Con Hernando ya lo teníamos claro desde hace mucho tiempo, pero ha querido marcar su territorio desde el mismo momento en que ha ocupado el escaño alfa de grupo popular en el Congreso. Lo ha hecho, como es natural en esta especie, esparciendo sus excrementos.

Según razona, la responsabilidad del descrédito generalizado de los políticos entre los ciudadanos es de los medios de comunicación. No de todos, acota, solo de los que atacan por pura maldad y dan todas esas informaciones sesgadas de casos de corrupción que se inventan los jueces y fiscales. Los otros, si los hubiera o hubiese, no tienen culpa.

Para demostrar lo injustificado del descrédito de los políticos, analiza del siguiente modo el ataque sufrido por la sede de su partido en Madrid por parte de un ciudadano entre desesperado y desequilibrado: «Me preocupa que alguien pueda llegar a deducir que su situación económica pueda deberse a la acción de PP o de cualquier otro partido. Es una cuestión que debe hacernos reflexionar».

Yo paso; de reflexionar, digo. Si la situación de los ciudadanos no tiene nada que ver con la acción de los políticos, quienes deben reflexionar son ellos. Lo que sí me preocupa es el mensaje que se lanza con el nombramiento de este señor como portavoz parlamentario de su grupo, y en el momento en el que se lanza.

Un país al borde de la quiebra económica, ética y social debería poder al menos mirar a la política con cierta esperanza, más que nada porque cualquier otra alternativa es mucho más dolorosa y ensucia una barbaridad. Todos deberíamos tener claro que hay muy pocas cosas que el diálogo, la negociación y la empatía no puedan mejorar. Obama, Castro y el Papa, ninguno santo de mi devoción, acaban de darnos otro ejemplo difícil de ignorar.

Sin embargo, la respuesta en este país es aprobar leyes mordaza para acabar con la libertad de información y hasta con el derecho al pataleo; permitir intromisiones en la intimidad de los ciudadanos sin control judicial; crear archivos policiales en los que todos figuramos como sospechosos, y orinar sobre las últimas ascuas que iluminaban los restos de la independencia judicial y fiscal.

En estas circunstancias, la designación de este portavoz transmite un mensaje nítido: vosotros los que entráis en el Congreso, abandonad toda esperanza de acuerdo. Nuestros políticos esgrimen con orgullo la negativa al diálogo como único argumento de la acción política, como si efectivamente, al igual que Hernando, hubieran deducido que ellos no tienen nada que ver con el infierno que vivimos el resto. La confrontación como razón de su existencia.

No quiero creer que no haya entre ellos nadie capaz de reflexionar sobre el motivo de que un pobre hombre deposite su última esperanza en dos bombonas de butano y un saco de abono. Más que nada porque es muy posible que la próxima vez alguien encuentre el modo de hacerlas estallar.

(*) Artículo publicado en la edición impresa de El Progreso el domingo 21 de diciembre de 2014

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