Las paredes de la casa en la que guarda la colección están cubiertas de vitrinas llenas de trabajos de ediciones limitadas de Sargadelos y otras de O Castro entre los años 50 y 70. Las estancias son departamentos de un museo privado, un templo consagrado al culto a la belleza de arcillas y caolines a los que se dio forma en el horno del buen gusto. Desde que era un niño colecciona tiempo, que es lo que atesora todo aficionado a reunir vitolas o coches. Le gusta el tiempo detenido en libros dedicados y firmas de personalidades.
Comenzó por los sellos. Compraba los nuevos en Correos. Hubo un cumpleaños en su veintena en que un amigo le regaló un San Froilán de cerámica. Se ilusiona cuando habla de esa pieza. No es la más valiosa, pero es el motivo de que coleccione cerámica. Le gustó a primera vista. El finado Suso Pérez, el gerente de Sargadelos en Lugo que hubiese dado un buen catedrático de instituto, le hizo ver su valor.
Para moverse por los pasillos del piso hay que imitar a los practicantes de tai chi, esa gimnasia oriental tan despaciosa y armónica. Andas con el miedo a tirar una loza con un brazo, así que pegas los dos al cuerpo como si te movieses por una central nuclear.
"Una vez se me rompió un Xarrón dos Vicios. Las piezas de O Castro son tan delicadas que saltan en docenas de pedazos y no se pueden pegar", comenta mientas muestra una taza de café de esa fábrica. Pueden verse sus dedos al trasluz como una sombra china. Hay una habilidad oriental en sus manos, como esos artistas que hacen girar platos sobre la punta delgadísima de una vara. Pienso en ellos cuando mi anfitrión saca de una vitrina un juego de café. Fue encargado por Sargadelos a Antonio Murado en los años 90. "Hay solamente quince. Hay que pensar en ese valor, en que hay solamente quince en todo el mundo y que no se van a volver a hacer".
Yo también trato de respirar al modo oriental cuando me permite coger una bandeja coqueta en la que Isaac Díaz Pardo retrató a sus tres hijos. "Una vez le enseñé a Isaac mi colección, miró las cerámicas y exclamó: "Isto é unha continuación da fábrica!"".
Durante los últimos cuarenta años, Ángel Patricio ha estado buscando piezas únicas por mercadillos de Lugo, A Coruña y Madrid. "Ahora compro poco, solamente piezas únicas". Siempre compró piezas únicas. Posee más de 6.000 de O Castro y unas 300 de series numeradas de Sargadelos. "Colecciono de esas fábricas porque me gustan", apunta.
Cada pieza tiene una historia que lee al trasluz. Muchas se las han dedicado sus autores. Su memoria le permite repescar esos momentos. "Este plato me lo firmó en un café de Goya, en Madrid". Me dijo el nombre. No lo recuerdo. Madrid tiene un exceso de cafeterías famosas.
Ángel Patricio habla con tanto amor sobre su colección de cerámica, es tan valiosa emocionalmente para él, que la pregunta sobre qué pasará con ella cuando le llegue a él el delicado momento se me hace bola en el esófago. Reúno valor para preguntárselo. "¡Ah!", exclama con la naturalidad de responder a una cuestión debatida consigo hasta fijar una posición: "Deshacerme de ella. La he disfrutado lo suficiente", dice con aplomo. Me cuesta imaginar esos ojos ilusionados paseando entre vitrinas vacías.
Le quedarán los platos en los que come a diario. "Es una vajilla normal, de cerámica japonesa antigua".