Una de entre tres pioneras en la Local

Ana Rosa Rodríguez forma parte de la primera promoción de mujeres de los agentes locales de Lugo

Ana Rosa, en la comisaría. XESÚS PONTE
photo_camera Ana Rosa, en la comisaría. XESÚS PONTE

A Ana Rosa nadie le dijo que no se presentara a las oposiciones a Policía Local, que pensara en otra cosa. Nadie tampoco la mandó a paseo estando de servicio con esas frases de machismo reconcentrado que han tenido que escuchar otras. "Eso que les gritan a las futbolistas, que a ver si se van a su casa a fregar platos, no me lo han dicho jamás", admite. Ni qué servicios podía asumir o no. Hay una pelea, se va; una gestión sencilla, también. Para eso se hace una policía, para atenderlo todo.

Pero su familia y amigos sí se sorprendieron cuando anunció que intentaría entrar en un servicio municipal en el que no había ni una sola mujer. También cuando aprobó. Reconoce que todo el mundo apoyó su decisión de estudiar para esos exámenes, pero que muchos lo hicieron convencidos de que no los sacaría adelante, de que acabaría por renunciar tras suspender la primera convocatoria.

Ana Rosa Rodríguez Pérez, de 56 años y policía local en Lugo desde 1990, forma parte de la primera promoción de agentes mujeres. Ella es una de las tres que sacaron la plaza ese año, las primeras que lo consiguieron. Ana Rosa puntualiza: no es que antes no se hubiese presentado ninguna, pero no aprobaban. No se las quería y no se las tenía. El tallaje exigido, por ejemplo, era muy grande. Esa era una de la formas de asegurar su ausencia. Como en tantos ámbitos no se les decía abiertamente que no, simplemente acababan disuadidas porque se les hacía imposible.

Desde hace más de una década  trabaja en Personal, un puesto delicado dentro de un servicio numeroso en el que hay que cuadrar turnos y permisos

De padre constructor y madre ama de casa, la Ana Rosa niña, nacida en el barrio de A Residencia, criada en el de A Ponte y con una única hermana, no tenía ningún referente cercano en la policía hasta que a los 16 años, cuando estudiaba en el Femenino, empezó a salir con Antonio, el que ahora es su marido. Él opositó para policía y llegó a hacerse inspector. Fue quien la animó a intentarlo, recordándole que incluso podía después optar por un cambio a otro servicio del Ayuntamiento.

"Lo que decían era ‘qué buena idea, te animamos mucho’; lo que pensaban era que estaba loca", resume cuando se le pide que explique la recepción que tuvo la noticia.

Empezó a ejercer en un uniforme que incluía falda, medias y un zapatón salón con tacón medio y que encarnaba la absoluta incomodidad para una agente de calle. Aquello no funcionaba para una labor que, de vez en cuando, incluía correr o agacharse para tomar medidas. Con el tiempo se cambió por el pantalón.

En su primer día, yendo en un coche patrulla conducido por un compañero, un conductor se paró a su lado en un semáforo en rojo abriendo los ojos y la boca por igual. Para asegurarse de que lo que veía era cierto, dio marcha atrás hasta que las dos ventanillas quedaron exactamente a la misma altura. Entre sus compañeros muy inicialmente había cierto clima de protección que enseguida se demostró innecesario. "Mi marido me dijo que pasaba con el coche por donde yo estaba de servicio a ver cómo me iba. Fue tres veces y le pareció suficiente, vio que no había ningún problema", dijo.

"A veces casi vamos a poner una bombilla. Literalmente. Te llama alguien mayor que no ve bien, que no se maneja... Muchas veces dices, vamos a pasar por allí a echar un vistazo"

No todo fue perplejidad en sus primeros años. Recuerda muchos de sus primeros servicios en calles céntricas, en Santo Domingo o A Raíña cuando tenía tráfico, y toda la gente que se le acercaba, especialmente mujeres, para decirle cuánto les gustaba ver a una policía también en su ciudad.

Trabajó en el 092 y de esa mirada de barrido que permite una labor así concluye que Lugo es, definitivamente, una ciudad tranquila. Sí, hay accidentes, hay robos y casos dolorosísimos como los de violencia de género, pero por regla general el criminal es pequeño.

Le marcaron especialmente dos casos. Uno, al poco de empezar, el suicidio de un hombre mayor cuando su mujer salió a hacer la compra. Pensar en ella, en la desolación de hacer frente a una situación así a su edad, aún le persigue. El otro, el de una mujer amenazada por su hija con una enfermedad mental, alguien que llama "no para denunciar a su propia hija, sino para ser protegida", que después tiene que seguir haciéndose cargo y cuidando a quien la ha puesto en esa situación.

Dice que la policía local hace muchísima labor social y que ese es un aspecto muy desconocido de su tarea. "A veces casi vamos a poner una bombilla. Literalmente. Te llama alguien mayor que no ve bien, que no se maneja... Muchas veces dices, vamos a pasar por allí a echar un vistazo", explica. Los accidentes, los altercados son más visibles, pero los problemas que acarrea la soledad, más frecuentes.

Desde hace más de una década  trabaja en Personal, un puesto delicado dentro de un servicio numeroso en el que hay que cuadrar turnos y permisos. Admite que se intenta pero es complicado contentar a todo el mundo.