Los invisibles entre nosotros

Alume puso en marcha hace seis años un programa, pionero en Galicia, para dar asistencia a enfermos mentales que viven en la calle, los más vulnerables de entre los vulnerables. En la actualidad, nueve personas siguen ya un tratamiento regular
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photo_camera Ana Quintela y Lucía Rodríguez, con sus distintivos chalecos azules. VICTORIA RODRÍGUEZ

Lucía razona con la mujer, pero no hay manera. "Sé que retiraste la medicación el viernes. Dámela, anda", le dice. "Yo no tengo nada", contesta ella. Es un diálogo que se repite una docena de veces sin abandonar ese punto de enrocamiento. No avanza y Lucía Rodríguez, educadora social y psicopedagoga, una de las trabajadoras del programa de asistencia a enfermos mentales sin hogar que Alume puso en marcha hace seis años, saca la artillería argumental pesada. "Ya sabes que, por tomarla mal, estuviste ingresada tres veces en dos meses", insiste.

La mujer se va a la habitación del hostal en el que vive y vuelve con una caja de Lorazepam a medias. Eso es todo lo que le entrega a Lucía: una caja que ha conseguido comprar, no se sabe cómo, de una medicación que no necesita porque no tiene prescrita. El tratamiento que sí debe tomar lo compone una combinación de nueve fármacos diarios. Alume recoge para ella la medicación semanalmente en una farmacia que se la prepara en un pastillero desechable y se la entrega al personal del hostal para que le dé una dosis con cada comida. Esta vez la paciente se adelantó. "Se a retira ela da farmacia, tómaa toda xunta, o que é moi perigoso", explica Lucía y apunta que los estados confusionales que llevaron a esa paciente a varias hospitalizaciones recientes se debieron a eso. Por eso tiene ese empeño en que se la entregue.

Acompañar al equipo de Alume en una jornada de trabajo tiene un componente de descubrimiento. Retira la capa de invisibilidad: la que parece cubrir a "los más marginados entre los marginados", como dice Ana Regueira, coordinadora del programa y directora de la asociación. Vivir en la calle es durísimo -hay frío, hambre, inseguridad y miedo-, hacerlo con una enfermedad mental es mucho peor. Esas dos condiciones, la de enfermo y la de no tener un hogar, se retroalimentan negativamente: una empeora a causa de la otra.

INICIO. La asociación llevaba tiempo percatándose de que ese colectivo de enfermos se les escapaba, que no se beneficiaban de su labor y, es más, que muchos de ellos no hacían uso de ninguno de los recursos de asistencia social disponibles. Es un círculo vicioso. En la calle y sin ayuda, los enfermos no tienen seguimiento psiquiátrico y no reciben su tratamiento; sufren entonces brotes y crisis que, por un lado, les hacen más vulnerables cada vez, ahondan en su enfermedad. Por otro, les reduce su capacidad de relacionarse y de acceder a recursos que otras personas en su situación pudieran tener: gestionar ayudas, acudir a albergues o al comedor social, contar con una habitación en un hostal, hacer uso de programas como el de Cruz Roja específicos para personas sin hogar...

Por eso, el principal objetivo del programa, creado desde cero por Alume y sin basarse en ninguna otra experiencia previa, fue el de conseguir que los enfermos recibiesen asistencia sanitaria y siguieran el tratamiento prescrito. "Una vez que eso mejora, enseguida todo alrededor va mejorando", dice Ana Regueira.

DESPACIO. El programa empezó despacio, con una frustración tras otra, porque es muy complicado ganarse la confianza de un enfermo mental en esas condiciones. Para llegar a ellos, Lucía y su compañera Ana Quintela acompañaban a los equipos de Cruz Roja, que tienen una amplísima experiencia de asistencia a personas sin hogar. "É cuestión de estar aí, falar con eles", dice Lucía.

Ese acercamiento lento, con el que se genera confianza a goteo, acaba funcionando en algunos casos y en otros, nunca. Cuando se llega a alguien, la satisfacción es enorme para el trabajador pero al enfermo se le cambia realmente la vida. Uno a los que benefició es un hombre que solía dormir en la calle en la zona de As Fontiñas. Bebía y se drogaba, sin percatarse de que la heroína que usaba para apaciguar sus brotes psicóticos los recrudecía a la larga. No tomaba ninguna medicación para su enfermedad y aunque había ido a alguna consulta psiquiátrica, no acudía con regularidad. Con un trabajo lento y persistente, se consiguió que fuera a las consultas y que tomara la medicación. Ante la posibilidad de que la recogiese él toda junta y acabara en el hospital con una sobredosis, los trabajadores de Alume la retiraban de la farmacia a las doce y un minuto, justo después de que se hubiera activado su receta electrónica. Hoy vive en una habitación alquilada con su pequeña pensión y sigue su tratamiento con regularidad.

Para casos así cuentan con ayuda y precisamente ese es el segundo aprendizaje que se extrae al verlos trabajar: que, sin una red de gente que vaya más allá de sus estrictas obligaciones, no se podría hacer. Hay muchos ejemplos. Para uno, sirve fijarse en los dos hombres a los que Lucía visita a primera hora para llevarles su medicación y asegurarse de que acuden a la consulta de Trastorno Mental Severo a ponerse el fármaco inyectable. La mayoría recibe un tratamiento así porque permite espaciar las tomas y libera a los pacientes de administrarse ellos mismos la medicación.

Cuando los enfermos se niegan en redondo a ir al centro de salud, como estos hombres han hecho alguna vez, se negocia con ellos que el equipo se la ponga en donde residen y allá se trasladan a administrársela. También el psiquiatra ve a veces a gente a deshora, fuera de su jornada. Lo que sea con tal de que no interrumpan su tratamiento.

Finalmente hay hostales y arrendatarios de pisos que no solo se animan a alquilar una habitación a una persona sin hogar y con enfermedad mental, a quien en otros sitios rechazan de pleno nada más verlos, sino que se ocupan de entregarles la dosis de su tratamiento a la hora que deben tomarlo y monitorizan su estado. "Son ellos los que nos avisan muchas veces si observan algún problema, si alguien no está tomando la medicación, si tiene un brote...", apunta Regueira. En Lugo, una sola familia gestiona al menos una manzana de pisos que se alquilan por habitaciones y que son vivienda habitual de muchos enfermos mentales que no tienen otro sitio dónde quedarse. De la persona que los gestiona, Lucía dice que tiene el oído tan entrenado que una vez los avisó porque "só polo xeito que tiña de bailar no cuarto e o ruído que facía sabía que a un lle pasaba algo".

Cruz Roja, Funga y los servicios sociales también ayudan y, entre todos, se teje una red tupida por la que, pese a todo, alguno se escapa. Con sus chalecos azules el equipo hace un seguimiento regular actualmente de nueve personas y está en contacto con otros nueve sin lograr aún llegar a ese punto. Siguen insistiendo. El programa no se detuvo durante la pandemia y sigue con una plena actividad.

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