Donde Lugo tiene alas

Apasionado por las aves, tiene en el Parque y la muralla dos observatorios privilegiados
Jorge de Vivero, no parque Rosalía de Castro de Lugo. VICTORIA RODRÍGUEZ (AEP)
photo_camera Jorge de Vivero. VICTORIA RODRÍGUEZ

En Lugo es el naturalista. Así, con mayúsculas, de modo que no es difícil encontrar a Jorge de Vivero allí donde haya pájaros, su pasión particular. Y resulta que no hay que salir del centro para disfrutar de lo mejor. El Parque, donde tiene además su casa, es su lugar favorito, pero entre sus espacios predilectos está también la muralla, donde tiene su particular observatorio de aves. Es allí desde donde sigue a los vencejos y al halcón.

Se ríe y dice que su Lugo coincide con el de los turistas, pero que en realidad su nexo con esos lugares nada tiene que ver con las motivaciones de estos.

Por eso, en la muralla él se apuesta en la Porta de Santiago para ver el espectacular vuelo del halcón, su ave favorita. Hay un ejemplar que vive en las torres de la catedral y él disfruta del espectáculo de verlo cuando se lanza a cazar, con un ataque en picado en el que llega a alcanzar una velocidad de 380 kilómetros por hora. Pega las alas al cuerpo y se propulsa como un proyectil, cuenta para explicar ese embeleso suyo.

El Parque, donde vive desde los 15 años, parece el lugar en el que este coruñés de nacimiento se hizo lucense. Y ahí creció y se consolidó su pasión naturalista, alimentada siempre por su padre.

Aquel Jorge de Vivero del que él heredó nombre y apellido fue un pionero y uno de los cincuenta socios fundadores de la Sociedad Española de Ornitología, rememora Jorge, que cree que su padre fue además el único gallego en aquel grupo de avanzados.

Y con el aliento paterno y el Parque como escenario vital, en Jorge creció un amor por la naturaleza y por las aves del que sigue disfrutando intensamente. Dice que viviendo junto al Rosalía de Castro "estoy en la ciudad y a la vez no lo estoy", porque eso le permite por ejemplo, encontrarse cada día con una bandada de grajillas con solo bajar a las Cuestas.

Y, si cuadra, desde allí está ya a un paso el río, escenario ideal para disfrutar del paso de las estaciones y, por supuesto de las aves, como anátides y garzas. Es estar en medio de una Reserva de la Biosfera, que "no será Doñana, pero ofrece mucho" sentencia.

Y, paralelamente, estar en el Parque le ofrece también la posibilidad de disfrutar de los estorninos, denostados por muchos, pero que a él le encantan. "Ya sé que manchan muchísimo, pero a mí me compensa", reconoce mientras explica la maravilla del vuelo sincronizado de esos pájaros.

Escuchar a De Vivero es entrar en un relato de las maravillas naturales, como si fuera una especie de David Attenborough lucense, pero en realidad hay también un Jorge mucho más desconocido.

Ese otro Jorge, por ejemplo, tiene entre sus lugares favoritos la catedral. Allí encuentra un tipo de paz diferente, que no halla ni siquiera en el campo, dice. Y eso que esa llamada de la naturaleza es poderosísima para él y le obliga a salir al menos una vez de la ciudad para pisar el monte.

Acostumbra, así, a ir a la catedral al menos una vez a la semana y dice que es una experiencia que recomienda. "No sé si es una forma atea o agnóstica de rezar, pero da paz", cuenta. Cree que es una vivencia recomendable para cualquiera y dice que basta con ir, sentarse y empezar a sentir al cabo de un rato un bienestar diferente. Sostiene que cualquier lugar de la catedral es bueno para experimentar esa paz única, aunque le gusta especialmente el altar mayor, donde el despliegue ornamental es tan apabullante.

Se nota que De Vivero es intenso y hasta saliendo de sus templos particulares sigue cumpliendo con algunas liturgias. Una de ellas, imprescindible, es el desayuno en el Café Centro. Tiene fijado ese hábito desde los 20 años y allí va cada día a tomarse su medio bocadillo de jamón y queso y su café con leche doble. Sale de casa cada día sin probar bocado y cumple con el rito.

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