Luz al final del túnel

Cuarto y mitad de Ave

Las dos horas a Ourense y un par de paradas para dejar que se cruce otro tren alargan el viaje a Madrid. En Zamora la megafonía anuncia las dos palabras más deseadas: alta velocidad

Vagón del tren Alvia a Madrid. AEP
photo_camera Vagón del tren Alvia a Madrid. AEP

Fui a Madrid en tren. No es la primera vez que hacía tal cosa, así que, ya sentada y antes de salir, en la típica conversación de vagón —parecida en contenido a las de ascensor, no así en duración— me atreví a decir lo que me parecía el viaje: un tostón. Esto no cayó bien entre mi audiencia, dos mujeres que fueron las únicas con las que salí desde Lugo. Concluyeron que no tenía razón y, por mayoría absoluta, decidieron que no se hace tan largo y pesado como yo decía y tiene la ventaja de que puedes leer, no como en el bus, que te mareas. También puedes dar paseos cardiosaludables pasillo arriba e ir a la cafetería. Cubrir el trayecto nos lleva seis horas y media y calculo que, entre todas, leímos hora y cuarto y nos levantamos cuatro veces. No sé si exprimimos bien todas las posibilidades que el tren nos ofrecía, la verdad.

Leer no, pero las casi dos horas hasta Ourense son perfectas para reflexionar intensamente sobre el concepto de eternidad. Una de mis compañeras de viaje me cuenta que va a visitar a unos primos y que lleva una pota de caldo y filloas recién hechas. Las dos horas a Ourense también me dan para reflexionar sobre la aparición repentina del apetito. Ya a punto de apearnos en Madrid me confiesa que ha viajado mucho con una pota de caldo, incluido en avión. Le digo que imposible, que cómo pasa los controles y responde que nadie se lo requisa "seguramente porque tiene trozos sólidos, no es del todo un líquido". Si esto me lo cuenta en Monforte la interrogo sobre su método hasta Chamartín y quizás esta crónica tendría otra conclusión. Pero pasó lo que pasó.

El tren tiene una clarísima ventaja con respecto a otros medios de transporte de cara a la capital, una salida de Galicia tan bella que da ganas de no irse. En el tramo de Ourense a A Gudiña el paisaje es espectacular y, además, divertido. Un cañón aquí, una vegetación frondosa allá, dan unas vistas entretenidísimas, heterogéneas, que te llenan el ojo. No como las castellanas, que tienen su encanto, pero son tan llanas y repetitivas que dan más para la meditación que para la admiración, como una especie de mantra del paisaje. Después de A Gudiña el tren se detiene en un paraje vacío cerca de media hora. A los diez minutos, todos los viajeros (en ese punto sobre una docena en ese vagón) empiezan a mirar recurrentemente por la ventanilla y unos a otros, como si la respuesta estuviese en el aire, como el amor. Una voz experta da la solución. "Se va a cruzar otro tren". Es la señora del caldo. 

Claramente es esa parada y otra posterior a Puebla de Sanabria, más breve, las que contribuyen a alargar sustancialmente el viaje. Cuando se retoma el traqueteo se oyen suspiros y algunos menos males exclamativos que dan fe de la impaciencia del viajero del tren. Me percato de que al viajero del tren no le gusta estar parado, curiosamente. Quiere acción, quiere movimiento, quiere llegar a Madrid.

El resto del viaje, qué contar. Casi todo consistió en una lucha entre cerrar los ojos y echar una cabezadita, ayudada por el mecimiento propio de ese medio de transporte, y abrirlos mientras daba un respingo, ayudada por los azafatos que reparten auriculares o venden cafés y bocadillos a precios competitivos. Competitivos para Adif, concretamente.

También en escuchar susurros de conversaciones ajenas por el móvil, que se acababan y se reanudaban cada minuto o minuto y medio por la llegada de un túnel o una oportuna vaguada. Renfe no proporciona wifi pero sí un apañado enchufe bajo el asiento para que la charla entrecortada pueda encadenarse sin miedo a la muerte de la batería. Se puede llamar alegremente 200 veces a la misma persona para preguntar si te oye ahora. ¿Y ahora? A ver si ahora.

En Zamora, evidentemente, todo cambia. Anuncian por megafonía la entrada de la alta velocidad y la disposición del vagón entero se modifica. A esas alturas va casi lleno y se nota quién viene de Galicia: le hace tanta ilusión oír esas dos palabras que se le ven las ganas de agarrar el bolso y acercarse a la puerta, de tan cerca que se siente el destino. Las dos palabras que derriten a un gallego no son te quiero, sino alta velocidad.

Tal y como estaba previsto, el tren llega a Chamartín a las seis en punto. En el andén, igual que el que pisaré unos días después para hacer el viaje de regreso, hay un escáner de maletas, donde los viajeros meten sus bultos tras enseñar su billete. Ese es un gesto que prepara para el viaje. En Lugo, punto de partida, éramos tan pocos que nadie nos pidió papel alguno, ni nos examinó el equipaje. Ave no hay, pero sí lujos así. Salgo a la calle a la hora de la merienda cena y pienso en mi compañera. Y en su caldo.

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