Cuando a la muralla se la miró de frente

PATRIMONIO ▶ Antes de 1972, los lucenses no miraban de frente a la muralla. Vivían a sus espaldas: 85 casas y negocios se apoyaban en sus paredes. Una exposición en la Xunta dio fe de la operación Muralla Limpia, con fotos del fondo del Archivo Provincial

Imagen perteneciente al Archivo Histórico Provincial de la colección Vega
photo_camera Imagen perteneciente al Archivo Histórico Provincial de la colección Vega

Imagen perteneciente al Archivo Histórico Provincial de la colección VegaPASARON 45 años de la última vez que vio todavía en pie la que fue su casa y Nana Tabernero todavía recuerda, con total claridad, cuando abría la ventana de su cuarto y saludaba a su abuelo —que aprovechaba para pasear con su perro por el adarve— desde un tercer piso adosado a la muralla y muy próximo a la puerta de San Pedro. 

Nana y sus tres hermanos se criaron allí. Su casa estaba casi a la altura de la muralla y, aunque el tercer piso estaba ligeramente separado del monumento, la terraza del segundo y también el primer piso, en el mismo edificio, estaban totalmente adosados a la fortaleza.

ADARVE
Los padres impedían a los niños andar por el adarve porque era un lugar un poco retira

Imagen perteneciente al Archivo Histórico Provincial de la colección Vega«Entonces, aquello no era extraño para nada. Una de las paredes del primero era de la propia muralla y siempre tenía mucha humedad. ¡Ni revestida con corcho se cortaba este problema! Nuestro piso era muy pequeño pero muy acogedor y, para nosotros, la muralla era como una especie de jardín. Mirábamos por la ventana y veíamos a la gente pasar por el adarve, muy cerquita nuestra. A veces, también nos daba algo de miedo, especialmente por las noches, cuando había personas que, sin más, se paraban delante de nuestra ventana», recuerda.

Nana Tabernero nació en aquella casa pegada a la muralla que alquiló su familia, generación tras generación, durante 80 años. «En nuestro piso, éramos seis de familia. Nací allí y viví allí hasta los 20 años. Luego me casé y me marché, pero quedaron todavía dos años más mi tía y mi abuela», afi rma. 

BAR. Muy cerca de la casa de Nana Tabernero, pegado a la puerta de San Pedro, estaba el mítico bar Lugo, donde acudía Ánxel Fole y otros escritores habitualmente a una tertulia. Ese negocio era de los abuelos de Laura Campoy. Encima, estaba la vivienda. Laura vivió allí unos diez años, desde los 9 hasta los 20. 

HUMEDAD
La pared de la muralla era húmeda y no había manera de combatir el problema

«En la puerta de San Pedro desembocaba la carretera de Madrid y pasaban los camiones pero la Ronda, en el tramo de A Mosqueira, no tenía tráfi co. La acera era muy amplia y los niños jugábamos allí a la pelota. Recuerdo también que nuestro balcón era muy largo y, desde allí, veíamos muy bien las carreras de motos que había por San Froilán», relata. 

Aunque las casas estaban de espaldas a la muralla, la convivencia de la gente que ocupaba estas viviendas con el monumento era constante. Sobre todo, porque compartían paredes. 

«Nosotros teníamos un cuarto de baño casi metido en la muralla y estábamos completamente pegados a la pared del monumento», cuenta Laura. 

Imagen perteneciente al Archivo Histórico Provincial de la colección VegaOtro de sus recuerdos es cuando su hermano aprovechaba la circunstancia de vivir casi a la altura del monumento para escaparse, por las noches y cuando sus padres no le dejaban salir, subiéndose al tejado de la casa a través de una buhardilla y saltando hacia el adarve. «De todas formas, entonces se iba muy poco a la muralla. A los niños no nos dejaban ir al adarve. Estaba oscuro y daba miedo. Era un sitio un poco retirado», comenta Laura Campoy. 

INDEMNIZACIONES
Fueron indemnizados tanto los propietarios de las casas como los inquilinos

La operación Muralla Limpia, puesta en marcha en 1972, con el fin de derribar las 85 viviendas y negocios adosados al monumento, no sentó muy bien al principio a quienes compartían muros con el monumento pese a que todos —tanto propietarios como inquilinos— fueron indemnizados por tener que dejar sus casas y negocios. 

Sin embargo, una vez terminado el derrumbe, se vio el resultado y se recuperó el monumento para los lucenses y los visitantes. Eso no impidió, en cambio, que la gente que convivió con la muralla, día a día, sintiese cierta pena por la mencionada operación. «Fue una gran pena. Aunque la muralla quedó mejor, aquella seguía siendo, para mí, la casa de mi abuela», cuenta Laura.

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