Unos hooligans por padres

¡CÓMO ha cambiado el cuento! Cuando yo era pequeño siempre era culpable a la vista de mis padres de cualquier tropelía que se cometiese en el colegio, como le sucedía a mis compañeros. No cabía la presunción de inocencia. Si me imponían un castigo era porque me lo merecía. Los profesores, como los agentes de la autoridad, tenían principio de veracidad.

Hoy en día es el escolar el que siempre tiene la razón. Disfruta del beneplácito de la presunción de inocencia, pero malentendido. La explicación paterna a cualquier castigo o a una mala calificación es que el docente le tiene manía a su hijo, no que este haya cometido un error o que no se haya esforzado lo suficiente en preparar una asignatura. Ese es el particular vía crucis al que se enfrentan los que imparten enseñanza.

Esta situación que es más común de lo que se pueda pensar también tiene su versión en el deporte. Creemos que en casa tenemos al sucesor de Messi, Cristiano Ronaldo, Pau Gasol o la bomba Navarro, cuando en realidad es un miniyo. Y la frustración que nos genera que no marque un hat trick en cada partido o que no se hinche a encestar triples la vomitamos en los partidos en forma de improperios a diestro y siniestro.

Me ha tocado vivir situaciones incómodas, siempre ajenas. Pero se debe tener presente que quien esté limpio de cualquier pecado que tire la primera piedra. He visto como dos padres, en medio de un partido de benjamines, jugado por niños de 8 años, recorrían la banda del terreno de juego desde las gradas hasta el banquillo para recriminar al entrenador del equipo de sus hijos porque el contrario les estaba goleando. En otro encuentro, fui testigo de como un aficionado aplaudía y jaleaba a su descendiente, de 10 años, con un «así se hace» por darle una patada sin balón a destiempo a un rival porque le acababa de regatear. La situación la enmendó el técnico leyéndole la cartilla al infractor.

He visto a otros dos progenitores poner a caer de un burro al entrenador de sus hijos porque un jugador contrario martilleaba tres veces seguidas su aro con bandejas decisivas en los últimos minutos. Fui también testigo de cómo varias madres se levantaron de las gradas y se acercaron al árbitro, una vez concluido el encuentro, para airadamente echarle en cara que tendría que haber dado por válida una canasta final que supondría el triunfo del equipo de su colegio.

Son situaciones puntuales. Nunca se debe generalizar. Pero nos invitan a la reflexión. Nuestros hijos son esponjas que absorben todo lo que ven y si le faltamos al respeto a rivales, árbitros, etc., acabarán haciendo lo mismo.

Me quedo con la larga carta de un niño a su papá forofo, que durante meses vi expuesta en el campo de fútbol municipal Luis López Gorgoso. Dice: «No me gusta que te enfades cuando me sacan para que entre otro. Los que entran son mis amigos. Esto es un juego papá, quiero divertirme... Quiero tener el derecho de no ser campeón, el derecho de no tener que salvar a mi familia con un pase con el exterior, el derecho a no ser una futura estrella de televisión. Todavía somos niños, papá».

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