Una enfermedad que le salvó de la desidia

Víctor Herrán. (Foto. Xesús Ponte)
photo_camera Víctor Herrán. (Foto. Xesús Ponte)

Cuando le diagnosticaron la enfermedad hace 16 años apenas sabía lo que era y hoy pasa ocho horas diarias informándose e informando sobre ella. Víctor, diabético de tipo I, ha acabado por dedicar su vida a la enfermedad y a quienes la padecen.

en horario de oficina se puede encontrar a Víctor Herrán en el local de la Asociación de Diabéticos Lucenses, un proyecto que ocupa sus días y gran parte de su pensamiento. La misma enfermedad que puede haber contribuido a empeorar otras que padece ha acabado por salvarle la vida. Después de una época en la que pasaba muchos días sin salir de casa, algo completamente inusual para una persona activa y dedicada como él, ayudar a otros enfermos, informarles a ellos y a curiosos y organizar actividades se ha convertido en una tarea que merece toda su atención.

Victor fue diagnosticado de diabetes hace 16 años. Con 48 años acudió al neumólogo a hacerse un estudio de sueño, después de que su mujer le dijera que en ocasiones parecía quedarse sin respiración mientras dormía. Resultó que no tenía apnea, pero el análisis de sangre reveló que su glucosa estaba en 380. Sin referentes anteriores de ningún tipo, preguntó si eso era normal. Se enteró entonces de que se considera que alguien está en los parámetros adecuados si no supera los 110.

Fue entonces al médico de cabecera a que le repitiese los análisis. De nuevo, la cifra era muy elevada y, aunque le enviaron a casa inicialmente, su propio doctor le recomendó que acudiese esa misma tarde a Urgencias. Y allí fue donde, tras numerosas pruebas, le dijeron que padecía diabetes de tipo II, la más leve, que le obligaba tan solo a cuidar un poco su dieta y tomar unas pastillas diarias.

La enfermedad era, en aquel entonces, una absoluta desconocida para él, pero en cuanto empezó a informarse se dio cuenta de que, casi con toda probabilidad, llevaba un par de años padeciéndola sin saberlo. «Los especialistas la llaman la enfermedad silenciosa porque apenas tiene síntomas», recuerda.

En su caso, las alertas llegaron en forma de una tremenda sed. Bebía entre cuatro y cinco litros al día, sin darle apenas importancia, y lo hacía con verdadera ansiedad. El hecho de agarrar el vaso como si acabara de salir de una travesía por el desierto no llegó a llamarle la atención, ni tampoco que su médico le recomendase beber dos litros sin saber que él ya duplicaba ampliamente esa cantidad. No sabía que esa sed suele ser un señal para los diabéticos sin diagnosticar, al igual que el cansancio (que padecía, pero atribuía al trabajo) o la reiterada necesidad de orinar (que achacaba al hecho de consumir tanto líquido).

Pese a todo, apenas modificó su forma de vida. Era el director comercial de una empresa que vendía vehículos industriales importados de Holanda y Alemania y sus viajes a ambos países eran muy frecuentes. También lo eran las comidas con los clientes, alargadas en sobremesas donde nunca faltaba una copa.

Costumbres

Además de incluir las pastillas en su rutina diaria y reducir un poco la cantidad de comida, no el tipo, apenas cambiaron sus costumbres. Le dijeron que se acostumbrara a hacer ejercicio, que caminara, pero dado que tenía por costumbre recorrer a pie tres o cuatro kilómetros al día, no supuso demasiado sacrificio.

Pasó años «sin privarse de nada», tal y como reconoce, aunque tampoco elude la relación que ese comportamiento y la propia diabetes puede haber tenido en el hecho de que padeciese tres anginas de pecho y, de hecho, estuviese en el borde del infarto. A los cinco años de haber sido diagnosticado sufrió un cólico de vesícula y le encontraron una piedra, motivo por el cual ingresó con el objetivo de que le fuera extirpada. Con hepatitis y su historial de anginas fue visitado por endocrinos y cardiólogos para hacerle un seguimiento. De nuevo tenía el azúcar por las nubes. En vez de proporcionarle la pastilla comenzaron a darle insulina por vía intravenosa.

«Yo ya me di cuenta de que la aguja venía cada vez más llena. Me pasaba el día pasillo arriba pasillo abajo con la esperanza de que eso ayudase a bajarme la glucosa», dice. No hubo manera, su diabetes se había convertido en una del tipo I y necesariamente tenía que inyectarse insulina. También tomar pastillas por la mañana y por la noche. Su insulina es de acción lenta, de forma que no es hasta dos horas después de la administración cuando se empiezan a notar sus efectos. Las pastillas cubren ese lapsus de tiempo.

La dieta también tuvo que cambiar radicalmente. Nada de azúcar y nada de alcohol, salvo un corto de cerveza muy ocasionalmente. El ejercicio es otro cantar. Está operado de lumbares y de cervicales, unos problemas de espalda a los que no ayudó para nada las largas horas de conducción a las que le obligaba su trabajo de comercial.

Jubilado y con todo el tiempo para si mismo y su familia, Víctor se encontró a si mismo en un peligroso círculo vicioso: la profunda desgana, el abatimiento que sólo genera más desidia. «Si me vestía, aún había posibilidad de que mi mujer me convenciera y acabara saliendo con ella a dar una vuelta. Si me ponía el chándal, difícilmente salía de casa», recuerda.

Pasaba la mayor parte de sus horas frente al ordenador, fundamentalmente dedicado a buscar cosas sobre su enfermedad. En realidad, esa costumbre de ver lo que se cuece acerca de la diabetes, desde las asociaciones o los laboratorios, permanece intacta hasta hoy. Su actualización es permanente.

Asociación

Fue la creación de la asociación lo que le puso de nuevo en órbita. «Lo que no habían conseguido las enfermedades lo iba a conseguir yo solo, me estaba muriendo pero porque yo quería, no quería hacer nada», cuenta. No era lo normal para él, una persona trabajadora que, además había combinado su profesión con otras inquietudes. Para muestra, un botón. En su Valladolid natal visitó la asociación de sordos y le apenó el hecho de que la mayoría de las vidas de sus socios transcurrieran entre el trabajo, su casa y la sede del colectivo. Sin más.

«Me hice intérprete del lenguaje de sordos. Fui el primer intérprete oficial, por aquel entonces no había más», señala Víctor, que ayudó a unas 600 personas sordas de España a sacarse el carné de conducir traduciendo las clases teóricas. De toda la Península acudían a Valladolid personas sordas para hacerse con el permiso.

Semejante anécdota no casa mucho con un hombre que pasa los días en su domicilio haciendo poco más que pasar el rato. Víctor, que ya había sido socio de otro colectivo de diabéticos, decidió poner uno en marcha. «La otra asociación tenía poca vida, la verdad. La sede estaba abierta una hora a la semana y realmente en Lugo somos muchos diabéticos», cuenta.

Lleva poco más de un año de actividad y cuenta con 42 socios. El alquiler del local sale ahora mismo de su bolsillo porque la cuota de 30 euros anuales todavía no da para cubrir todos los gastos. Sus charlas con otros enfermos y su búsqueda constante de nueva información le han convertido en un verdadero conocedor de la enfermedad, que, como reconoce, cada uno lleva a su manera.

Sí detecta puntos en común. Por ejemplo, y, como ocurre habitualmente, se desea lo que no se puede tener. «Noto que los diabéticos tenemos mono de azúcar. Por suerte, ahora se pueden encontrar toda clase de productos sin azúcar», dice. Lo sabe bien, dulcero como es, no se resiste y dice que lo prueba todo.

«Hago de conejillo de indias, como algo nuevo y poco después me miro el azúcar a ver si subió o no. En muchos productos que dicen ‘sin azúcares añadidos’ se pone sacarosa, por ejemplo, que tampoco es buena para los diabéticos», apunta.

Con ese mismo espíritu investigador se informa por internet de toda clase de remedios para males habituales de este tipo de enfermos. «Y siempre pido muestras para probar a ver si funciona», dice. Así, atribuye la dentadura que le queda (los diabéticos sufren a menudo de problemas de encías por complicaciones de riego), a un colutorio estadounidense que le envió un laboratorio para probar.

De esta forma, cuando un socio le comenta un determinado problema se ve capacitado para recomendarle uno u otro producto.

Pese a que todavía no cuenta con un gran número de socios, Víctor ya ha aconsejado a diabéticos de todas las edades. «Es una enfermedad que no distingue. Tengo socios de dos años y de 68, recién diagnosticados.», apunta.

El desconocimiento que, en muchas ocasiones, se tiene de la patología hace que algunos enfermos cuenten a Víctor cosas como que se les ha atribuido una borrachera, ante el mareo por una hipoglucemia. «A una chica que le dio un bajón severo cuando estaba bailando en una discoteca y le provocó convulsiones le dijeron que estaba poseída. Fíjate lo que se llega a decir...», se lamenta.

Cuestiones como tener siempre disponible una inyección de emergencia o someterse a controles de glucosa son algunas de las cuestiones que Víctor recomienda a los recién llegados, a los que intenta mirar con realismo.

«Por ejemplo, ha pasado por aquí un chaval de 18 años, ¿quién para a un torbellino así?», se pregunta, consciente de que son muchos los diabéticos jóvenes que salen de copas con su glucómetro y sus tiras reactivas para examinarse el azúcar en sangre y saber cuando ya no se pueden pedir otra.

En la sede atiende también a curiosos o a gente que no siendo diabética acude a informarse. «El otro día vino una pareja y preguntaron si le podía mirar el azúcar. Como no estaban en ayunas volvieron otro día. ¿Por qué no iba a hacerlo si es un minuto? Dijeron que a lo mejor se hacían socios porque él tenía muchos antecedentes de diabetes en la familia», apunta.

AGENDA
Futuras jornadas gastronómicas para diabéticos

Víctor se encuentra volcado en un proyecto que le ilusiona: la celebración de las primeras jornadas gastronómicas para diabéticos, que se desarrollarán un día a la semana durante dos meses. Le gustaría que fueran en el hotel en el que su hijo trabaja de cocinero y poder contar con la participación de un nutricionista, que elegiría los ingredientes del día. Posteriormente el cocinero prepararía los platos y el nutricionista explicaría a los asistentes las propiedades de los mismos.

«Y luego nos comeríamos lo que se preparó», concluye sonriente.

Oficina y paseos

Gran parte de su día a día está centrado en la asociación. Se levanta a las ocho de la mañana y desayuna café con pasiegos sin azúcar, según dice, para que las pastillas «caigan en mullido». Está convencido de que ese desayuno le evita tener que tomar un protector de estómago.

A las nueve se planta en la asociación, donde atiende a todos los que pasen por allí hasta la una. Con el objeto de hacer ejercicio, regresa a casa a pie para comer y ver un poco la televisión. A las cuatro vuelve en bus a la sede del colectivo, en Camiño Real 13, galerías, y allí permanece hasta las ocho y media o nueve. De nuevo, vuelve a casa a pie.

Desinformación

Pese a que la diabetes tiene una elevada prevalencia y es una enfermedad conocida, Víctor considera que todavía sigue habiendo mucha desinformación, tanto entre el personal sanitario como entre los enfermos. Para ilustrar esa opinión recuerda que un médico le recetó cuatro unidades de Glucagón (la inyección de emergencia que los diabéticos deben guardar en sus casas para afrontar hipoglucemias severas que les puedan dejar sin conocimiento), pese a que no se precisa más que una. Añade que, en la prescripción que hizo llegar a la farmacia en la receta electrónica, decía que era preciso tomar una al día, aunque se trate de una medida de emergencia.

Una de las actividades de Víctor como presidente de la asociación es participar en charlas formativas para toda clase de colectivos, desde enfermeras, auxiliares o estudiantes. También colabora en talleres para pacientes, donde en ocasiones se aprenden cosas tan básicas para la vida de un afectado por esta patología como utilizar un glucómetro (aparato que mide el nivel de glucosa en sangre y del que es imprescindible su uso regular).

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