Un lugar en el que fermentar

EL CAMINO A LA TABERNA DE CÉSAR está empedrado de buenas intenciones. Acaba a mitad de la Calzada da Ponte, sólo que es un camino sin salida en el que lo peligroso es entrar, apto únicamente para trasegadores profesionales y baldeadores del compadreo. Es allí donde César y Marisa han creado un universo paralelo que se sitúa entre un club social y una familia desestructurada.

Abrieron la taberna en el 95, y funcionó como tal hasta hace tres años, cuando se jubilaron. Pero resulta que entre tanto habían cimentado algo mucho más difícil de cerrar que un simple bar: un punto de referencia, un orfanato acogedor, un altar para una parroquia dispar unida en torno a la sangre de Cristo sin consagrar servida en caliz con forma de jarra. Y como el pastor nunca abandona a su rebaño, cerraron pero no se fueron. Dejaron la luz encendida y un picaporte. Así, sus acólitos pueden seguir compartiendo con ellos un vaso y una conversación, con la confianza como única moneda en curso.

Aquello empezó en el 95, pero ambos venían ya vividos. Ella nació gitana y María del Carmen, pero a su abuela le dio por llamarla Marisa y ya no hubo más que hablar, Marisa para los restos. A César lo llamó su padre para matachín, pero le salió artista. Trabajó desde los 14 años en el matadero municipal, donde mandaba su padre, pero lo suyo era la bohemia y busco tiempo para hacerse batería de una de las orquestas más afamadas del Lugo de los sesenta y setenta, la Kalú 96, antes la Calu del Círculo de las Artes. Entre salsa, pasodoble y bolero se andaban jugando las fiestas con las no menos míticas Mayka, Los Bayas o Alesandi. "Nosotros estábamos más actualizados", se enorgullece César.

Las fotos de entonces muestran a un maromo de uno ochenta y pico, entrajetado, ancho, bien plantado. Recuerdan al Loquillo de mi generación. Aún peina el pelo con aire a tupé y conserva la planta. Pese a ello, aparenta más años de los 69 que acaba de cumplir, y es lo que se merece, porque se lo ha ganado. Muchos días de sesión vermú, verbena y viaje, muchas copas, muchos paquetes de tabaco hasta que llegó una insuficiencia respiratoria y mandó parar. "Siempre tuve una constitución de hierro, pero no me he privado de nada". Como para privarse, a veinte mil duros de los del 71 por noche... "Ganábamos más entonces que lo que ganan los músicos ahora, que se lo lleva todo el representante".

César recuerda, pero no añora. Para él todos parecen buenos tiempos. La risa sorda acentúa su sonrisa de pillo. Los ojos, apoyados en dos enormes bolsas, son casi transparentes, pero no los luce porque se convierten en apenas dos rendijas cuando se ríe o cuando enfatiza. Los labios son finos y carga el rictus de la boca a la derecha, donde asoma un diente de oro. Ya va teniendo barriga, qué menos. Luce sello de oro y azabache en la mano izquierda, cuyos dedos algo agarrotados dibujan un permanente gesto de ir a coger el vaso, siempre de cristal grueso y culo gordo, como exige el vino que rebusca por cada rincón de Chantada, por cada recodo del Sil: "Hay otros que están a lo cómodo, a lo embotellado, pero yo busco lo mejor porque lo traigo para mí y mis amigos".

Buen conversador, le vale cualquier tema, lo mismo la comida, que el fútbol, el vino, la música o hasta la política. A Marisa no. Ella va y viene, apunta, pone orden, rellena jarras, ofrece sardinas y, sobre todo, pasa, refugiada en la televisión. Bien sabe que a según qué horas a los hombres no hay que prestarles mucha atención. Total, para lo que hay que oír... Abundante, atenta y sufrida, es más cariñosa de lo que su rostro grave deja entrever de entrada, aunque todo el mundo por allí sabe que tiene mando en plaza y que es mejor no cabrearla. Una madre, vamos.

La taberna no ha cambiado gran cosa desde que cerró al público y se abrió a los amigos. Vienen siendo los de antes, los de siempre, más algún pegado que se va incorporando al grupo al calor de lo poco que, hasta en una aldea como Lugo, va quedando de auténtico. César, sentado en su silla de siempre, la única con cojín del local, recibe con una sonrisa y una jarra. "Coge un vaso de la barra y siéntate", saluda con esa voz que suena como si se le agarrara a las cuerdas vocales y se la tuvieran que sacar a rastras. Y uno coge el vaso y se sienta, sabiendo que no hay mejor sitio donde fermentar. Lo duro es levantarse.

(En la foto de Pepe Álvez, la pareja, tal para cual)

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