Septiembre, mes de comienzos

Queixería Praza do Campo, que abrió esta semana. Foto: EPL
photo_camera Queixería Praza do Campo, que abrió esta semana. Foto: EPL

NO SÉ SI SUCEDERÁ en otros lugares -aunque seguro que sí, porque Lugo no es precisamente el lugar a donde primero llega lo nuevo- pero la proliferación de ópticas que ha tenido lugar en los dos últimos años es asombrosa. En el círculo que forman la Praza Maior, Rúa da Raíña, Santo Domingo y Conde Pallares hay seis tiendas de lentes. Siete si se cuenta Doutor Castro. Es la milla de oro, pero si ampliamos el radio 100 o 150 metros, el número se dobla. Caminas por Quiroga Ballesteros, Bispo Aguirre, los primeros tramos de Ramón Ferreiro y Avenida da Coruña... y hay casi tantas ópticas como bares, que ya es decir. Se me escapan las razones del fenómeno, imposible ya de entender cuando ves dos ópticas puerta con puerta y una tercera frente a ellas. O cuando entras y hay tres, cuatro o media docena de dependientes tras el mostrador. ¿Para tanto da el negocio? ¿Nos hemos vuelto todos miopes? Es una posibilidad, porque ya se ha constatado que el uso de tabletas y teléfonos móviles están provocando o acentuando problemas de visión. Nos empeñamos en ver el periódico en aparatos que caben en el bolsillo y nos pasamos el día ‘whatsappeando’ y eso se paga. Aunque a lo mejor la clave del negocio está en que somos una provincia con más población en edad de presbicia y cataratas que de nuevas tecnologías.

Cabría pensar que semejante oferta facilitaría la compra. Pónganse a ello. A lo mejor acaban concluyendo que las cosas eran más fáciles hace treinta años, cuando en todo el casco histórico había una óptica. Hoy en día, las mismas gafas pueden tener 200 euros de diferencia entre un establecimiento y otro. Te juran que es el mismo cristal, el mejor del mercado, con los mismos extras... Y es entonces cuando empiezas a devanarte los sesos. Si son iguales, ¿por qué cuestan la mitad? ¿Te están dando gato por liebre o te están sableando? Y como no entiendes nada, decides dejarlo para otro día.

Y todo esto viene a cuento de que una está en el proceso de renovar anteojos, como habrán adivinado hace un rato, y mientras camina en busca de las gafas perfectas -si es que tal cosa existe- observa el movimiento comercial de la ciudad. Lo hubo siempre, pero desde el inicio de la crisis, mucho más. Porque son muchos los negocios que se ha llevado por delante la crisis y muchos los que han surgido debido a ella. ¿Quién no conoce a alguien que tras quedarse en el paro destinó el subsidio a abrir un negocio? ¿O que tras estudiar una carrera y cansarse de buscar trabajo vio el autoempleo como única salida? La consecuencia es que algunos de estos proyectos surgidos fruto de la desesperación son poco consistentes. Carecen de estudio de mercado, de plan de empresa... y duran el tiempo que duran. Normalmente, hasta que el paro, los ahorros y la ayuda que prestó la familia, se acaban.

Siempre me han llamado la atención esos negocios que, por su oferta o por el lugar donde se ubican, llevan un cartel invisible con la fecha de cierre. Como un gimnasio en un pueblo de mil habitantes donde buena parte de ellos trabajan con el cuerpo todo el día y lo que buscan al final de la jornada es un sofá y donde la cultura del ejercicio físico es cero. O una tienda de decoración en una de las calles más caras de la ciudad cuanto las ventas de viviendas llevan tiempo por los suelos.

Claro que el mercado es imponderable y a veces uno se lleva la sorpresa donde menos lo espera. ¿Una tienda de infusiones en un mercado tradicional como el de Quiroga Ballesteros? Pues resulta que funciona, aunque seguramente tiene mucho que ver su gestión. Promoción y sorteos en redes sociales, trato y puesto exquisito... Los tiempos de abrir y esperar a que llegue el cliente se han acabado. Entre otras razones, porque hoy en día cantidad de productos se pueden comprar desde el sofá.

Hay que decir también que a veces los clientes somos realmente imprevisibles y tan pronto somos fans de un local o producto como lo sustituimos por otro. En ocasiones, ni los tenderos más experimentados y dedicados son capaces de acertar. Un verano, las pandillas solo compran Malibú y al siguiente lo único que beben es ginebra, cuenta una amiga con negocio familiar.

Los negocios tienen un punto de lotería, es cierto, pero si la suerte no te pilla trabajando, diría el genial Picasso, malo. Por eso uno desea toda la suerte del mundo a emprendedores que este septiembre inician aventuras tras meses dejándose la piel en estudiar el mercado, en comparar productos, en visitar productores, en estrujarse la cabeza para ofrecer algo distinto... No son tiempos buenos, en efecto, pero están convencidos de que, con sacrificio y mucha cabeza, la cosa puede funcionar. «Los músicos ya no venden discos y tienen que salir más a tocar. Ahora mismo es más fácil contratarlos», cuenta Tino Freijo, un experimentado hostelero que prepara la apertura de un café concierto en la antigua sala Covadonga, en la Rúa da Cruz. «É unha tenda austera, donde o importante é o produto e as marxes son moi axustadas», explica Alberte Pérez, que el viernes abrió la Queixería Praza do Campo. Aprendió todo lo que pudo sobre el queso y contó con el asesoramiento de uno de los queseros de referencia en España. Puso todo lo que estaba en su mano y la ubicación es inmejorable, por lo que ojalá su local no sea uno de esos con cartel de ‘Se alquila’ que, algo impensable hace años, se ven en las calles más céntricas de la ciudad.

(Publicado en la edición impresa el 14 de septiembre de 2014)

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