Primus inter pares

A estas alturas de la película, no creo que nadie se llame a engaño. Por muchas conquistas que se hayan alcanzado en el último siglo, por más derechos que consagre nuestro ordenamiento jurídico o por más depurada que sea la propaganda con la que unos pocos pretenden adormecer los sentidos de la mayoría, seguimos viviendo en una sociedad profundamente desigual. Los años de vacas gordas sembraron cierta confusión. Tuvo que venir la negra sombra de la crisis para poner a cada uno en su sitio. Despejó dudas. No es cierto que todos tengamos las mismas oportunidades. Ni siquiera parecidas. Una cosa es la teoría, lo que pone en el papel, y otra bien diferente la realidad que tenemos que tragarnos a diario. Por las buenas, como niños obedientes, o por las malas, a golpe de decreto.

Todavía hay clases. Esa frase de teatro costumbrista, propia de farsas y sainetes, cobra un sentido casi literal y tragicómico en los tiempos que corren. Nunca dejaron de existir. Ni en los momentos de abundancia, pagados a crédito, llegaron a diluirse. Lo que sucede ahora no es más que un toque de atención para despistados. Las diferencias sociales son como los grumos que forma el cacao en una taza de leche fría. Por más que agitemos la cuchara nunca llegan a disolverse de todo. Flotan en la superficie. Lo peor, quizás, ha sido percatarnos de que ninguno de los derechos que tanto nos había costado conseguir es irreversible. Todo parece susceptible de revisión. A la baja.

Los farmacéuticos de Lugo han detectado que nuestras boticas dispensan unas cien mil recetas menos al mes desde que fue instaurado el copago sanitario. Las personas que están a pie de mostrador relatan que, día tras día, decenas de pacientes dejan de retirar los medicamentos que les prescribe su médico de cabecera porque no tienen dinero. Padece esta situación gente con pocos recursos, eslabones débiles de una misma cadena. Jubilados con pensiones exiguas o enfermos crónicos.

No acaba ahí la cosa. A partir de principios de mes, los pacientes que no estén ingresados también tendrán que abonar el diez por ciento de los medicamentos que sólo se dispensan de forma ambulatoria en los servicios de farmacia de los hospitales. Figuran en esa lista fármacos que se prescriben para retrasar la progresión de algunos tipos de cáncer avanzado o en el tratamiento de otras enfermedades crónicas y graves. El asunto tuvo cierta repercusión mediática. Nada que ver, de todas formas, con el protagonismo que adquirió en los últimos días una prótesis de cadera.

Un reputado especialista viajó desde Estados Unidos para ejecutar la intervención a la que fue sometido el Rey en un hospital privado de Madrid el pasado martes. Hubo críticas por esta decisión. Las redes sociales hervían. Izquierda Unida afirmó que el monarca tendría que haberse operado en un centro del sistema público de salud, «para dar ejemplo». Para defenderlo, dicen, de «sectores con intereses económicos bastardos».

Planteado desde ese punto de vista, el debate parece bastante ingenuo. Que el monarca pase por el taller en uno u otro hospital no deja de ser una anécdota para la sanidad pública. Da lo mismo que sea operado en la mejor clínica privada de la capital de España o en uno de los quirófanos del Hula. La intervención iba a realizarla el mismo médico y está claro que el Rey no iba a compartir habitación con un tipo de Baralla. Tampoco veo a doña Sofía, en zapatillas, recargando con cinco euros la tarjeta del televisor. Además, de cualquier manera, en Lugo o en Alcorcón, la factura vamos a pagarla entre todos, a escote.

Lo que más escuece de este episodio es otra cosa. Muestra una sanidad de dos velocidades. Nos recuerda que con posibles no existen las listas de espera y el coste de los medicamentos es lo de menos. Por ello, cuando se aplican rebajas en el sistema público de salud, las diferencias sociales se hacen todavía más profundas. Y no sólo entre el pueblo y su Primus inter pares -el primero entre iguales-.

Una cruel forma de ver la pobreza

Sucedió en pleno centro de Lugo. Un hombre de mediana edad pedía ayuda a los viandantes con un cartel colgado al cuello. Al pasar a su altura, dos mujeres comentaron con ironía que iba muy arreglado, demasiado bien vestido. Así, sin matices, dieron a entender que sólo sería merecedor de su compasión si presentase un aspecto desaliñado. Quizás, si en vez de llevar ropa normal fuese cubierto de harapos. No les pareció suficiente penitencia tener que pedir limosna en medio de la calle. Como si la pobreza llevase implícita la renuncia a cualquier atisbo de dignidad. Una cruel forma de verlo.

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