''Pienso que es mejor morir, porque muerta no se sufre''

Jessica tiene miedo y le cuesta contar su historia, advierten en Aliad. Para empezar no se llama así pero es necesario darle un nombre ficticio para librarse de posibles represalias. Ella, una más de las prostitutas que ejercían en los clubs investigados en la operación Carioca, es testigo protegida. «Recibí muchas amenazas por haber declarado ante la jueza de Lugo. Todavía miro detrás de las esquinas por si alguien me está esperando», cuenta. Tiene 25 años y es dominicana.

«Deseo dejar esto, pero tengo que seguir pagando los gastos de mi madre y enviar dinero para que mi hermana pequeña se pueda mantener. Sólo tienen mi ayuda. Estoy convencida de que mi madre se morirá antes de que pueda volver a verla. Gano sobre 800 euros al mes, hay meses que más. Si se da bien, unos 1.200. Otros meses es una ruina. La mitad va para mi familia», afirma.

Jessica lleva cinco años en España. Se enteró de la oportunidad de venir a través de su prima. «Me informó de que había una señora que se dedicaba a traer chicas para recolectar manzanas. Yo no estaba interesada porque tenía a mi madre enferma de cáncer en el hospital», asegura.

«Mi prima se empeñó en presentarme a la señora, que después me puso en contacto con un hombre. Éste me intentó convencer de que me fuese a España. Yo le dije que jamás abandonaría a mi madre. Él me dijo que en cualquier caso me ayudaría. Me daba dinero para las medicinas. En mi país, los gastos hospitalarios son muy cuantiosos», afirma.

Por aquel entonces, no insistían en que viajase a España. La cosa cambió cuando la mujer mejoró de salud. «Me volvieron a sacar el tema del viaje. Me negué, pero me preguntaron cómo iba a pagarles lo que habían invertido en mí. Les contesté que no les había pedido nada, pero insistieron en que tenía que compensarles. Se lo consulté a mi madre. Ella accedió, pues le parecía justo, así que viajé», cuenta Jessica.

En Barajas, la esperaba un hombre brasileño, que la recogió a ella y a otras chicas que viajaban en el mismo avión. «De allí salimos en dos coches particulares con destino a Lugo. Nos dijeron que íbamos a casa de un señor que se dedicaba a la agricultura. El local que luego resultó ser un club de alterne (yo no había visto ninguno en mi vida) estaba rodeado por montes. Creí que aquello era un hospedaje. Me asignaron una habitación y caí redonda de cansancio», cuenta.

«Me levanté, me lavé y me vestí. La supuesta encargada del hospedaje me dijo que no hacía falta que me levantara. Fui al baño y me encontré con una chica en bragas y sujetador. Le dije si no le daba vergüenza ir así. Me contestó que allí eso era ir abrigada. De repente todas mis sospechas se habían confirmado, pero creí que eso no me podía pasar a mí. Empecé a hablar con mi compañera de habitación, muy nerviosa, llorando desconsoladamente. Le dije que yo no quería ser usada de puta. Ella me convenció de que no era así, que estaba en un error (ahora me doy cuenta que aquella chica era aún más ingenua que yo)», afirma.

Los comentarios que oía a otras chicas no le dieron más esperanzas. «Escuché cosas como: «Estoy harta de estos viejos babosos, de estos hediondos», cuenta. Entonces, descubrió, además, que le habían robado el pasaporte.

Preguntó a la supuesta encargada por los dueños de aquello. Cuando llegaron, dice, «subieron a mi habitación, en la que permanecí encerrada. Me dijeron que o bajaba o mi madre moriría antes de lo previsto».

Le dieron ropa: una minifalda, un top y unos zapatos de plataforma, por todo lo cual me dijeron que tenía que pagar 300 euros. «Pero yo seguí sin bajar. Entonces me dijeron que la comida valía 80 euros, que si prefería morirme de hambre. Traté de subsistir a base de restos de la comida que las chicas me traían de la cocina a escondidas», cuenta.

Un día se decidió a bajar. Pasaba los días en un rincón, observándolo todo y muerta de miedo. Uno de esos días, se le acercó un hombre que le dio cierta confianza. «Me invitó a varias copas. Con eso, podía pagar algo de la deuda, así que repetí los días siguientes. Comencé a beber y a drogarme con lo que nos daban los dueños gratuitamente. Un día que estaba muy colocada, subí con un chico que me resultó atractivo, fue la primera vez, pero no la última, porque necesitaba el dinero. No recuerdo las veces que acababa vomitando. Pero el dinero nunca alcanzaba para cubrir la deuda, que subía y subía por las multas que nos ponían y los gastos que nos decían que les causábamos».

Consiguió salir del club a los siete meses «gracias a la confianza que me había ganado». «Les dije que me iba a Pontevedra a ver a una amiga. Me fui a un hotel y no salí de allí en tres días. Una amiga me había prestado 100 euros y pronto los agoté. Decidí trabajar por mi cuenta. Me puse en contacto con otra chica que había conocido en el club de Lugo y ahorré algo de dinero prostituyéndome. Creí que nadie me reconocería, pero este mundo es muy pequeño», dice.

Jessica asegura que la única ayuda que ha obtenido, hasta el momento, es de Aliad. «El abogado me ayudó a tramitar mis papeles y a arreglar algunos problemas legales con el alquiler y con una denuncia por robo. En todos los sitios tengo problemas. Además, la trabajadora social me está intentando conseguir una ayuda a la que dicen que tengo derecho», señala.

Esta mujer confiesa que, ahora mismo, necesita un poco de normalidad en su vida, «olvidarme de todo esto, visitar a mi familia». «Estoy acostumbrada a arreglármelas sola, pero a veces pienso que me estoy volviendo loca, y que es mejor que me muera, que muerta no se sufre.

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