Nos damos por ofendidos

POR ALGUNA razón que no alcanzo a comprender, siempre hay alguien dispuesto a hacer comentarios, más o menos afortunados, sobre el aspecto que presentamos en cada momento. Individuos prestos a dar su opinión, de modo elegante o zafio, cortés o hiriente. Notarios que levantan acta hasta de los cambios más sutiles que propicia el paso del tiempo. Críticos que evalúan en voz alta el acierto estético de unos o de otros. Peritos que calibran con precisión casi mecánica las oscilaciones de peso de sus semejantes. Cirujanos de ojo clínico que radiografían con la mirada y diseccionan con la lengua. Pregoneros indiscretos que convierten sus impresiones en aperitivo de comidas familiares o reuniones gremiales. «Tienes patas de gallo, has perdido pelo y te estás poniendo morcón. ¿Qué tal todo? Me alegro de verte. Que aproveche».

Son observaciones inocentes o cargadas de malicia. A veces rezuman ponzoña, pero también pueden ser asépticas, desapasionadas. Una constatación de la evidencia en forma de palabra. Algo que ya sabíamos. Una realidad que nos muestra el espejo cada día. Un pensamiento que nos visita a menudo. Una idea propia, llevadera, que suena peor cuando la verbaliza otra persona. Tienes ojeras, estás demasiado estresado. Te han salido canas, te estás haciendo mayor. Tu barriga no es de este mundo, cualquier día te da un infarto y te quedas pajarito. Al final, acabas dudando. No sabes si agradecer el interés que demuestra el interfecto o calzarle una hostia. Efectivamente, uno puede ser consciente de que se está poniendo orondo y de que ha perdido vegetación capilar, pero a nadie le gusta que los demás le llamen gordo y calvo.

Es curioso lo que les pasa en ese sentido a las madres. Pueden convertirse en seres feroces. Casi todas saben distinguir la clase de joyitas tienen en casa. Algunas son muy capaces de pasarse horas disertando sobre los defectos de sus retoños. Las hay más discretas, que llevan la procesión por dentro. En todo caso, unas y otras, suelen ser especialmente susceptibles cuando son otros los que hablan de sus hijos. Vale que los muy cafres le acaben a uno con la paciencia, pero una cosa es reconocerlo y otra muy diferente escuchar cómo lo dice el vecino. Cuando una mamá despotrica de sus cachorros, lo prudente es dejar que hable sola. Que se desahogue. Mejor ni abrir la boca. Ni para darle la razón.

Salvando las diferencias, algo parecido ocurre con los símbolos de identidad de un pueblo. Es posible que nosotros mismos no tratemos bien a nuestro idioma o que ni siquiera sepamos cuidar adecuadamente del patrimonio cultural que hemos heredado. Sin embargo, basta con que alguien de fuera los menosprecie para encender la mecha.

Seguramente, la mayoría de la población sería incapaz de recitar el himno gallego, pero casi nadie disculparía una afrenta foránea hacia los versos de Pondal. Los ataques a esos signos suele provocar sentimientos de reafirmación.

Lo mismo sucede con la idiosincrasia de su gente, su carácter y temperamento, esa especie de forma colectiva de entender la vida. Están ahí, siempre, pero a veces simplemente pasan desapercibidos. Forman parte de la normalidad, de lo que somos. Son los agravios y las humillaciones, en ocasiones sólo burlas extemporáneas o bromas de mal gusto, los que hacen que reparemos en esos rasgos que nos definen como comunidad.

Hace días, algún internauta le llamó «paleto» al alcalde de Paradela por salir en defensa de su paisano, el portero Diego López, con una carta dirigida al seleccionador nacional. Otros lo avisaban, irónicamente, de que se le habían escapado «las vacas». No eran comentarios sobre el debate futbolístico, ni siquiera sobre su persona. Eran palabras de escarnio, expresiones ofensivas sobre su lugar de procedencia, un municipio rural de Lugo.

Dicen que «no ofende quien quiere, sino quien puede». No es verdad. Ofende el que falta al respeto a los demás, de una forma u otra. Cuestión diferente es que nos demos por ofendidos.

Habrá que pasarlo lo mejor posible

Comienzan las patronales. La normalidad de la propia ciudad se verá alterada durante una semana y pico. Nos visitarán cientos de miles de personas. Se percibirá una cierta hiperactividad en algunos barrios. Habrá mucho más ruido. Las calles estarán más sucias a primera hora de la mañana. Sufriremos algún que otro atasco para entrar en Lugo. El tráfico se pondrá imposible a determinadas horas en el centro urbano. Aún así, no conviene olvidar que las fiestas son fiestas. Se trata de pasarlo lo mejor posible, sin amargarse. Aquellos que no estén para celebraciones, paciencia.

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