Niño, deja ya de jo... con la pelota

El armisticio de 24 horas suscrito con la disculpa de la festividad del progenitor, lo que facilitó el descanso del guerrero en el duelo fratricida que mantiene a diario con sus descendientes, invita a hacer una reflexión, ¡qué difícil resulta la educación de los menores!, y una lacónica petición, ¡cuánto entendido, sin la mínima experiencia personal requerida, desaprovecha una ocasión tras otra para abstenerse de intentar sentar cátedra con sus erráticos comentarios!

Los que nacimos en los albores de la transición, tal vez actuando condicionados porque llegamos a sufrir los últimos coletazos de la teoría aplicada de que ‘la letra con sangre entra’, hemos pasado de ser culpables sistemáticos que teníamos que demostrar nuestra no participación en los hechos de los que nos acusaban a ser defensores a ultranza de la presunción de inocencia. «¿Cómo iba a ser mi hijo?». «Mi Juanito no es así, no haría eso». Son frases que martillean con más frecuencia de la aconsejable los oídos de los docentes, pronunciadas por padres altisonantes.

El rol de los profesores también ha cambiado. En este viaje por el tiempo han pasado de ser esos protagonistas más que respetados por sus alumnos a casi dianas que pueden ser, impunemente, blanco de las iras de cualquier actor de reparto que quiere disfrutar de sus minutos de gloria en esta representación diaria.

Pero en esa contienda el papel de malos no es exclusivo de miembros de familias desestructuradas. Craso error. Para muestra un botón. Hace unos meses se produjo un revuelo en un colegio de la capital lucense, que no trascendió más allá de la comunidad educativa. La causa que lo motivó fue que alumnos colgaron en una de las redes sociales fotografías de profesores que les impartían clase acompañadas de comentarios peyorativos.

Ante el runrún generalizado que recorría las aulas, la dirección del centro se vio obligada a ejercer una labor policial para captar al confidente de turno que le facilitase el acceso a las cuentas privadas en una de las conocidas redes sociales para comprobar qué era lo que estaba sucediendo.

Un docente llegó a comentar que prácticamente le había causado más sorpresa la autoría de los escritos que su contenido despectivo -este calificativo puede resultar hasta benévolo-. Quienes los firmaban eran hasta esa fecha alumnos casi modélicos, de los que no solían verse inmersos en refriegas con sus profesores, que pertenecen a familias de las tildadas como normales.

La alarma generada en la comunidad educativa parece que se zanjó en principio con una llamada al orden de la dirección del centro, que le leyó la cartilla a los padres de las criaturas, y con una conferencia, a cargo de agentes de la autoridad, sobre los riesgos que puede entrañar para los menores el participar en las redes sociales.

Éste es un ejemplo de lo complicada que puede resultar la convivencia en las aulas. No se trata de demonizar a los adolescentes, pero tampoco hay que minimizar los incidentes que se registran. No existe un bálsamo de Fierabrás que cure las heridas que se suelen producir en esa refriega educativa, sin embargo esa solución estará cada vez más lejana si los padres no asumimos nuestro grado de responsabilidad.

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