Mirar permanentemente hacia adelante

Ana, en su paseo diario. (Foto: J. Vázquez)
photo_camera Ana, en su paseo diario. (Foto: J. Vázquez)

De la misma forma que se compró una peluca cuando aún tenía pelo, se visualiza dejando atrás un proceso que dura ya un año. Treinta sesiones de radioterapia, que no podrá empezar hasta abril, la separan de ese ansiadísimo momento. 


Vivir el momento no es su fuerte, pese a que asegura que pasar por una enfermedad como el cáncer equivale a un aprendizaje profundo de ‘carpe diem’. Sin embargo Ana es, aún ahora, una de esas personas que vive en el futuro, que adelanta acontecimientos, que piensa cómo hará si pasa determinada cosa o no pasa. Y luego, efectivamente, pasa o no pasa.

Sin embargo, pese a esa irrefrenable tendencia, jamás consideró la posibilidad de padecer un cáncer. Y eso que forma parte de un grupo de riesgo. Su madre y su tía padecieron un cáncer de mama. De hecho, su madre murió por ese motivo a los 47 años, cuando Ana tenía 16. Le habían diagnosticado la enfermedad ocho años antes, le estirparon un pecho y vivió con con normalidad hasta que se le presentó de nuevo. Entonces fue fulminante.

La experiencia no le sirvió para conocer demasiado cómo era la enfermedad. «Hay que tener en cuenta que cuando le apareció yo era muy pequeña, solo tenía nueve años. Además, en aquel entonces no se daba quimioterapia. Recuerdo algunas cosas, como que usaba un pecho postizo que era como un saquito de grano», explica.

Tampoco cambió su carácter abierto y positivo, que parece conservar intacto, ni le hizo dar paso alguno hacia la hipocondria o al menos hacia un más que razonable temor. «Yo siempre me he visto bien, sana. Nunca me imaginé que tendría cáncer de mama. Nunca», reitera para subrayar su convicción esta ferrolana de 44 años afincada desde hace 15 en Lugo, donde vive con su marido y su hijo y trabaja de celadora.

Pese a esa firme creencia, Ana es también la paciente ideal, lleva a rajatabla las revisiones anuales, sigue las recomendaciones de los médicos, no se salta pruebas. Todos los años, sin excepción, se hace en el mes de abril una revisión ginecológica completa. Así que fue en un mes de abril cuando tuvo un primer aviso: en el 2009, encontraron en su mamografía fibroadenomas. «Eran unas manchitas minúsculas, me dijeron que habría que ver cómo evolucionaban, nada más», indica. Ella salió de la consulta «tan pancha», reconoce, con una risa en la boca que no abandona ni en los momentos más peliagudos de su relato.

Biopsia

En la mamografía del 2010, las manchitas habían crecido de forma evidente en el pecho izquierdo. En ese mismo momento le dijeron que harían una biopsia. Cuando preguntó por qué y le contestaron que era para descartar cualquier complicación se dejó hacer sin que la preocupación la reconcomiese. «Yo seguí trabajando como si nada, con mi vida normal. Me dije que seguro que no sería nada. Mi hermana había tenido uno benigno y estaba convencida de que esto sería lo mismo», cuenta.

Con tal seguridad, no es de extrañar su reacción. «Recuerdo perfectamente que era un sábado. Mi ginecólogo me llamó a las dos de la tarde y me dijo que tenía malas noticias, que tenía células malignas, no dijo que tenía cáncer de mama, no usó esa palabra. Así que yo le pregunté: ¿eso es cáncer de mama? Cuando me dijo que sí me puse a llorar y gritar como una loca, le colgué el teléfono... sólo pensaba que no iba a ver crecer a mi hijo», dice.

Ni el consuelo de su marido, ni su tendencia a ver el vaso lleno, le sirvieron inicialmente: estaba convencida de que iba a morir, no imaginaba otro desenlace. «Yo asociaba el cáncer de mama con la muerte, los que lo tenían, morían», explica. Poco después reconoce que «no sabía nada de la enfermedad».

Inicialmente, se lo contó a su familia más directa: a su hermana, a su madrina y, poco después, a algunas amigas. Con ese fenómeno tan habitual que hace que sólo cuando se padece algo se ve realmente a los que están en una situación similar empezó a enterarse de mil casos. «Al principio piensas, ¿pero por qué me ha pasado esto a mí?, si soy la única que está así... y luego, cuando ves que hay mucha gente, piensas ¿dónde estaban antes?», asegura.

Buscó en internet y leyó un libro de una mujer que volvía a estar sana tras dos mastectomías radicales. No hizo falta mucho más para que recuperase cierto optimismo y su tendencia a adelantarse a los hechos. «Con ese libro pensé: si esta mujer pasó por todo esto y está aquí, ¿por qué yo no?», dice.

Se puso manos a la obra. Ginecólogo y oncóloga estuvieron de acuerdo en que en su caso, debido al tamaño de su tumor, era mejor empezar por la quimioterapia antes de operar para que se redujera. El primer paso fue la extirpación del ganglio centinela de la axila, un proceso quirúrgico destinado a saber si el cáncer se ha extendido a esa zona y hasta qué punto. La noche antes de ingresar habló con su hijo para contarle qué tenía y que estaría en el hospital unos días para hacerse una prueba. «Como otras mamás del cole habían tenido lo mismo y él veía que estaban bien no se preocupó demasiado», dice Ana.

Durante su ingreso, quiso que fuera a visitarla. «Me enteré de que otros niños le habían dicho que con esta enfermedad se te caía todo el pelo y que estaba angustiado por eso. Le dije que estaría bien y que me compraría una peluca. Él no quería que otros niños me vieran sin pelo», dice.

Quimioterapia

Empezó la quimioterapia el 4 de junio, la primera sesión de las ocho que su oncóloga, Begoña Campos -a la que alaba con verdadera entrega, al igual que a Sofía, la enfermera de mamas- le prescribió. No fue un paso fácil. Para un espíritu tan risueño, que mira devota al futuro, tal cúmulo de realidad era difícil de asimilar. «En cuanto puse un pie allí me eché a llorar. Lloré cada vez que iba, las enfermeras me decían: desahógate y luego empezamos. La gente no se imagina lo deprimente que es. Ves a gente que está muy mal, conectados a mil bolsas. En cuanto salía de allí, desconectaba y me olvidaba de la enfermedad, pero allí era plenamente consciente de que la tenía. Yo me veía muy joven para tener algo así, pero es que hay gente muy joven con cáncer, chicas de 19 años...», recuerda.

De la primera sesión -a la que fue, como a todas, como una amiga y en la que, como en todas, no miró a qué estaba conectada- salió esperando algún síntoma que no llegó. Era viernes y el sábado se levantó con la piel muy roja, pero se le pasó. Como una prueba irrefutable de su querencia por estar preparada, ese mismo día fue a A Coruña a comprar una peluca con su marido y su hijo. Este se había preocupado en balde, su madre siempre tuvo claro que jamás saldría de casa sin peluca.

«Yo sabía que se me caería el pelo porque con la quimio que dan para el cáncer de mama siempre se cae y tenía muy claro que quería pasar desapercibida, no dar lástima a la gente. Con la peluca lo consigo, con el turbante, no», dice. Se compró por 700 euros una muy parecida a su tipo de pelo, corte y color, que sólo se quita en casa. Cuando se la pone, la mujer de las fotos que pueblan su casa aparece idéntica. La peluca le ha ayudado tanto que cree que deberían estar subvencionadas por el Sergas. «No te imaginas lo que supone, pero son muy caras. Yo creo que hay gente que llevaría mejor la enfermedad si pudiera comprársela. Yo he decidido donar la mía a la Asociación contra el Cáncer. Si vuelvo a necesitarla me compro otra», indica.

Con semejante determinación se enfrentó a la caída de pelo, que le llegó en la segunda sesión, cuando ya se había cortado sensiblemente su melena. Una almohada plagada de cabello la convenció para raparse al cero. Mientras su marido manejaba la maquinilla ella se miraba en el espejo. «Y lloraba, pero quería mirar porque sé de gente que jamás se pudo mirar sin peluca. Sé de gente que quitó todos los espejos de su casa... Yo parecía Mercedes Peón», explica.

Pasó por el cansancio, que le atacaba al cuarto día después de cada sesión, por el hecho de que toda la comida supiera invariablemente a metal, fuera chocolate o lechuga, por días más complicados que otros, por la caída de pestañas y cejas, que le llegó hacia el final y que llevó mucho peor que la del pelo. Sin embargo, por su infrecuente carácter y el de los que la rodean, en su vida entre los meses de junio y noviembre hubo eso y también cenas con amigos los fines de semana, paseos de Arde Lucus, diez días de vacaciones en A Lanzada y miles de actividades diarias invariables. «A veces tienes que hacerlo por ti, pero también por los que están contigo», dice Ana llena de razón. Su marido, claramente en su onda, lleva meses diciéndole que no pasa nada, que esto pasará. Pocas quejas ha habido en esta casa.

Ni cuando la operaron para extirparle un cuarto de la mama y limpiarle la axila, ni cuando lo tuvieron que volver a hacerlo porque «tenían que limpiar mejor los bordes». Reconoce que es una pena tener que haber vuelto a pasar por quirófano una segunda vez, «aunque otros van tres y cuatro veces». Pese a su comprensión, para imaginar hasta qué punto le preocupaba la intervención basta saber que llamó a sus mejores amigas para despedirse y pidió a su marido que, si fallecía y él tenía una nueva pareja, se asegurase de que cuidaba a su hijo.

Como Ana es de las que hacen que esa expresión de ‘mirar atrás sólo para coger impulso’ cobre verdadero sentido, ahora tiene ya la vista en pasar página. «Yo sé que voy a tener que vivir con el cáncer toda la vida, que tengo que aprender a hacerlo. Estoy concienciada. Pero, por un tiempo, quiero no pensar en él. Es que una de las cosas malas es que es muy larga», cuenta.

Con las mediciones ya hechas la semana pasada en el centro oncológico de A Coruña, debe esperar hasta mediados de abril para empezar la radioterapia, el último paso de su tratamiento, un proceso preventivo que se quiere quitar de encima. Serán 30 sesiones, inicialmente a las ocho de la mañana. La llevará su marido, pero, por si no puede algún día, se está informando de a qué hora salen las ambulancias. Ana no para.

VIDA DIARIA
Convencional, salvo por la baja

Ana asegura que lo único que difiere en su vida actual con la pasada es el hecho de que está de baja laboral. Algo que, por cierto, está deseando que pase, se muere de ganas de volver al hospital, de estar con sus compañeras, de recuperar su agenda de siempre, de ir a la playa y poder tomar el sol....

Deporte y encuentros

Todas las mañanas se levanta a las nueve y, tras desayunar, va con una amiga a caminar a la muralla, dos vueltas a buen ritmo. Antes solía ir a nadar, pero como no sabe cómo le afectará el cloro a la piel y las cicatrices, lo ha dejado hasta más adelante. La compra y los cafés con amigas le ocupan también parte de su jornada.

Como tantos enfermos, Ana ha logrado aprender de este proceso varias enseñanzas muy útiles para la vida. Una de ellas ha calado profundamente. «Eres plenamente consciente de quiénes son tus amigos. Te decepcionas con alguna gente, con la que contabas y acaban por no estar ahí y te llevas sorpresas muy agradables con otra», dice.

La segunda es más complicada que cuaje. «Aprendes a vivir cada día, a vivir el momento. Bueno... yo soy mucho de pensar en el futuro, pero algo sí aprendí, sí. Desde luego, te das cuenta de que lo verdaderamente importante es la salud. Somos muy materialistas y, si falta la salud, el dinero no sirve de nada», apunta.

Radioterapia en Lugo

Ad emás de las ayudas para comprar pelucas, tiene muy claros qué otros cambios debería afrontar el sistema sanitario para los enfermos de cáncer: la recolocación de los puestos en los hospitales de día, de forma que cada paciente tuviera intimidad y no fuese preciso ver a otros enfermos, y la contratación de psicooncólogos. «Hablar es muy importante. La gente quiere hablar, en la sala de espera o en el hospital de día te cuentan su caso y te preguntan por el tuyo. Estás enfermo y a veces necesitas que te cuiden y te escuchen», asegura.

Pero la cuestión fundamental es, a su juicio, que el servicio de Radioterapia funcione en Lugo. «Yo tengo vez para dentro de mes y medio porque no hay sitio antes. Y a las ocho de la mañana. Y tengo suerte que tengo quien me lleve y me encuentro bien, pero hay gente que está muy malita, gente mayor y muy débil que tiene que recorrer mucha distancia. Habrá que priorizar. No es normal que se estrene un hospital con espacio para radioterapia y que no funcione», señala.

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