Lo barato a veces sale caro

Hace algunas semanas, con la inestimable y nunca bien reconocida ayuda de una buena amiga, me hice con un pequeño ordenador portátil por algo menos de la mitad de precio de lo que cuesta un aparatito de esos en cualquier tienda. La mujer se tiró varios meses reuniendo cupones de descuento para que pudiese satisfacer mi capricho, porque estaba convencido de que había encontrado un chollo que no podía dejar escapar.

Un buen día, después casi medio año de paciente espera, llegó por fin a mis manos el invento que supuestamente iba a revolucionar, para bien, las condiciones de mi vida laboral, y con una inversión similar a la que habría que hacer para comprarse una camisa de marca medio pija. Sin embargo, después de darle a las teclas durante una hora, comprendí que aquel cacharro no iba a ofrecerme, ni de lejos, las prestaciones de una verdadera herramienta de trabajo.

En un último intento para no reconocer que había metido la pata hasta la ingle, pedí la opinión de otro amiguete, bastante más versado en cuestiones de informática que un servidor. Después de una semana, me lo devolvió con un diagnóstico contundente. Me había comprado «un juguete», útil para entrar en internet y hacer el canelo en las redes sociales, pero absolutamente inoperante para una función seria de carácter laboral. Para completar mi humillación, añadió que, «por un poco más», me hubiese comprado un aparato cojonudo.

Curiosamente, en los últimos días asocié esta dolorosa anécdota con las noticias que fueron surgiendo la semana pasada en relación con el sueldo de concejales y asesores. No se puede decir que los políticos cobren poco, y menos con la que está cayendo y con las dificultades que tienen muchas familias para llegar a final de mes. Sin embargo, partiendo de la base de que sus honorarios no nos van a salir baratos, no es menos cierto que será a final de mandato cuando los ciudadanos tendremos que valorar si su trabajo nos ha salido a un precio aceptable o si la cantidad es insultantemente alta en función de sus logros.

Las instituciones públicas necesitan, al igual que las empresas del sector privado, cabezas bien amuebladas y con vocación de servicio, auténticos líderes que sepan encauzar la política y las inversiones que se hacen con el dinero de los ciudadanos para alcanzar mayores cotas de progreso y de bienestar para la sociedad. Pero esos mirlos blancos, desgraciadamente, no surgen como las setas en otoño.

Para que un profesional competente decida meterse en política, una actividad muchas veces ingrata y que te expone permanentemente a un juicio público, primero hay que convencerlo y, después, como mínimo, ofrecerle un salario similar al que podría percibir en el sector privado. Dentro de unos límites, porque ningún equipo puede fichar a todos los jugadores que quiere. En una lista electoral puede ir cualquiera, pero lo barato a veces sale muy caro.

Comentarios