Las aspiraciones de Suso están a descongelar


Sueña con que le toque la lotería, con formar una familia y, como tantos, lleva un entrenador dentro. Suso tiene una enfermedad que le llevó a vivir durante 20 años en el psiquiátrico de Castro y, ahora, en un piso tutelado de Alume


Es el único de todo el grupo que no viste ni chándal ni vaqueros. Hace gimnasia, totalmente entregado, con un pantalón de lana con raya, una camisa de cuadros muy bien planchada y zapatos de cordones. Su aspecto impoluto no es lo único que lo separa, al primer vistazo, del resto. No tiene tampoco la mirada ensimismada que comparten muchos enfermos mentales o esa laxitud de movimientos. Es entusiasta y, cuando nota una presencia extraña, más. Lleva unas gafas de sol negras que normalmente no le dejan ponerse dentro de las instalaciones de Alume. Hoy es una excepción porque «es un día especial», dice.

Resulta evidente casi desde el primer momento que en Suso Seijas conviven una lucidez envidiable y puntuales pistas de su patología. A sus 61 años considera que no está enfermo, aunque reconoce enseguida que de joven sí lo estuvo. De hecho, cree que ya en el colegio podía tener «el germen de la enfermedad», pero no fue hasta la veintena cuando ésta se empezó a manifestar de forma evidente .

Con 21 años vio por primera vez a un psiquiatra y, con ese paso, inició un constante balanceo entre seguir el tratamiento y limitarse a hacer lo que hacen los chavales de esa edad: estudiar y ligar. Nada de eso acababa por cuajar, por lo que arrancó una variada pero reducidísima vida laboral. «Trabajé de camarero, pero sólo un día. Es que me dio un ataque de nervios y armé un espolio tremendo. Ya no me tomaba la pastilla. Me despidieron», dice, comprensivo con los que, en Baleares, le dieron un trabajo.

Idéntica situación se produjo en Barcelona. No resistió ni una jornada y le enviaron al hospital Vall’dHebrón. «Allí me enamoré por primera vez. Se llamaba Ángeles», cuenta. Salió del centro, trabajó de butanero, de vendedor... nada le gustaba; quería estudiar.

Volvió a casa y pidió a su padre que le dejara estudiar Derecho, como una de sus hermanas. No pudo ser. Cuenta que, durante dos años, mientras echaba una mano en las labores del campo, durmió bajo un cartel pintado por él mismo que decía: «Estudiaré Derecho y fundaré un partido político que algún día llegará al poder». Ahora ya no le interesa la política, fundamentalmente porque cree que ya no tiene posibilidades en ella. A su juicio, para ser un político como Dios manda hay que estudiar Derecho. No haberlo hecho es una espina que, aún hoy, le duele.

Castro

Con 29 años, Suso fue ingresado en Castro, que, en aquel momento, tenía más espíritu de manicomio que de centro rehabilitador. Inicialmente no podía salir del recinto. Resume su primer año muy gráficamente: «De la cama al patio y del patio a la cama. Un aburrimiento». Compartía habitación, lo que no era fácil. «Vi escaparse a uno, a otros los vi pegarse, otro hablaba solo toda la noche», dice.

De esa época, casi todos sus recuerdos son así de desesperanzadores. «Vi suicidarse a tres, ahorcándose. También vi a otro que murió asfixiado con la cabeza entre las rejas. No sé si se suicidó o fue un accidente», cuenta y llama la atención que, animoso como es, no le venga a la cabeza nada más. Sólo cuando ve al fotógrafo recuerda que hizo un curso de fotografía, uno de tantos. «Pero sólo la parte teórica, que se me dio muy bien. De la práctica no sé nada porque me dijeron que iban a montar un cuarto para revelar y esperé un año y dos y tres... pero no se hizo nunca», explica.

Cuando empezó el régimen abierto, le cambió la vida, reconoce. «Ya podíamos ir al pueblo, a pasear. Muchos se emborrachaban, aunque con las pastillas no puedes beber. Yo no bebía. Bueno, alguna cerveza sí cayó», confiesa con franqueza.

En total, pasó internado 22 años, dos décadas, las claves, esas que los psicólogos señalan como las que determinan la vida de una persona, las decisorias. De alguna forma, es como si todo se hubiera parado ahí. Sus aspiraciones y sueños se congelaron entonces y permanecen, hoy en día, idénticos. No los ha tocado, no los ha intentado y, por tanto, no los ha gastado.

Quizás sea una de las características de Suso más llamativas y más fácilmente confundibles con la falta de perspectiva que se asocia a las enfermedades mentales. Es un hombre en la sesentena con los quebraderos de cabeza de la treintena. «Casarme, formar mi propia familia siempre fue mi ilusión y aún lo sigue siendo. Yo creo que podría pasar, aunque nunca he tenido novia formal, pero yo me veo preparado, creo que valgo para eso», dice, al tiempo que confiesa, con pena, que nunca ha besado a una mujer en la boca. Sí ha tenido otro tipo de contacto. Cuando en la televisión ve una escena subida de tono, pregunta si están practicando sexo y añade, como único comentario, que «últimamente practicar sexo está muy caro».

No parece que eso le preocupe lo más mínimo. El amor, sí. Y mucho. El trabajo, también. Querría ser relaciones públicas de un club de fútbol, como Valdano. «A veces pienso que podría ser entrenador. No lo haría mal», dice este forofo, al que le encanta escuchar los partidos y echar quinielas, donde tiene relativa fortuna. Hace poco ganó 82 euros. Le alegra, pero, eso sí, no parece que dedique demasiado tiempo a pensar en dinero. Sólo lo hace en la medida que es algo que le ayudaría a alcanzar, de una vez, sus sueños. Por ejemplo, cuando cuenta que vive con su pensión y una ayuda de su familia, reflexiona en voz alta que «quizás no es suficiente como para vivir con una pareja».

Estudios

La lista de cursos que ha hecho es amplia y muy variopinta: desde turismo hasta sustancias biodegradables. Se ha presentado tres veces al examen de acceso a la universidad para mayores de 25 con la intención de estudiar Periodismo, pero en las tres ocasiones, ha suspendido. «Yo creía que me salía bien, pero se ve que no», dice resignado para, al momento, añadir que «quizás lo debiera volver a intentar».

Más de dos décadas en el psiquiátrico no han mermado tampoco la curiosidad de Suso que, en cuanto puede, pregunta y se muestra comprensivo ante cualquier respuesta que le des. «¿Qué opinas de la muerte?», dice y, si hablas de tu miedo, reconoce «es que da mucho miedo, como no sabes cómo es...». «¿Te parece bien la homosexualidad?, espeta y, cuando dices que sí, «bueno, está bien para quien le guste, ¿no?». Pese a la diversificación, fundamentalmente centra su interrogatorio en sus recurrentes preocupaciones. «¿Qué opinas del matrimonio de hoy en día? ¿cuánto crees que tardan un hombre y una mujer en enamorarse? ¿piensas que se puede ser feliz sin casarse?», forman parte de su tercer grado.

También se le ve ansioso por conducir. Pregunta si no se ve todo mejor desde un coche. Cuando le dices que no, se decepciona un poco. Precisamente sacarse el carné era uno de sus planes. Ese y cambiar de vida. Reconoce que, cuando salió de Castro, se hizo «muchas ilusiones». Preveía un vuelco total a su existencia, viviendo en un piso, tutelado sí, pero un piso, como el resto de la humanidad. «Es mejor que Castro, mil veces mejor, pero tampoco es lo que quisiera», dice.

Es disciplinado con su medicación. Mientras cocina, guarda en el bolsillo de su camisa la media pastilla que le toca tras el almuerzo. Por la tarde, vuelve a las siete en punto a casa para tomarse otra. Y cumple con precisión suiza a pesar de creer que ya está curado. «Yo querría dejar las medicinas, pero el psiquiatra no me deja. Quisiera sacarme el carné de conducir, pero siempre me dice que más adelante», explica, resignado.

En toda su conversación se perciben las horas y horas, los años, si se juntaran todas, que ha dedicado a reflexionar sobre si mismo. Piensa, por ejemplo, si estará haciendo las cosas bien. «A veces me pregunto si no tendré que participar más en actos sociales. Por ejemplo, vino el presidente de la Xunta a la muralla y no lo vi porque no me enteré hasta el día siguiente», cuenta avergonzado en una confesión que sorprende tanto por la inocencia de la revelación como por el hecho de que, en todo ese pensar y repensar acerca de la vida, haya dedicado tiempo a su papel social.

En realidad, no parece que quepan muchas dudas acerca de si está o no haciendo las cosas bien. Cuenta que salió de Castro «con la medicación mínima y sólo me la subieron dos pastillas después en una visita al psiquiatra» para dejar claro, por si no lo está, que se maneja razonablemente en todo esto de la vida afuera. Tan bien, de hecho, que, al igual que sus sueños se crionizaron durante su estancia en el psiquiátrico para descongelarse en cuanto salió de él, sus habilidades parecen haberlo hecho también.

Es, definitivamente, un hombre apañado. No sólo en las cosas de la casa, que lo es; en los talleres, que también, en la calle, que sí, sino en tomarse las medidas de sus propios límites. Sólo en sus sueños se deja ir; en la vida real parece saber parar. Por ejemplo, va a la biblioteca a leer (silabear más bien) los periódicos en inglés. El lugar le obliga a charlar en voz muy baja, algo que le resulta casi imposible con su tendencia a levantarla. Le cuesta controlar el volumen, así que se reconoce «un poco nervioso» y enseguida propone salir.

Aunque ante los tabloides británicos pregunta si podría encontrar un trabajo en Reino Unido, tiene claro que, si al fin le tocara una quiniela, se iría inicialmente a Santiago. Le gustaría formar una empresa «que diera trabajo a otra gente», sin más detalles, un trabajo como el que él ansía. «Estoy apuntado en el Inem de jardinero, pero, claro, no me llaman, con la crisis que hay...», se lamenta.

Aunque la pervivencia de semejantes anhelos podría dar la impresión de cierta falta de realismo a la hora de enfrentarse al presente, en el caso de Suso parece más bien al contrario. Esos son los sueños que mueven las vidas, las de todos. Suso Seijas no iba a ser una excepción.

UNA JORNADA
Más activo a diario que los fines de semana

Suso confiesa que prefiere los días de diario -tres de los cuales va a Alume y participa en talleres- a los fines de semana, cuando, a veces, no sabe qué hacer. «Paseo, echo la quiniela, me tomo algo, voy a la biblioteca a leer los periódicos en inglés, hago la compra en el supermercado que quiero...», cuenta de su tiempo libre.

De pie a las ocho y media

Suso se levanta en su casa a las ocho y media de la mañana. Es un piso tutelado, que, actualmente comparte con otro compañero, a la espera de que llegue un tercero. Han llegado a ser cuatro. Ha vivido en otros con anterioridad y los prefería cuando eran mixtos porque las mujeres «cuentan más cosas, es todo más divertido». Ahora, el más hablador es él. Desayuna un vaso de leche fría, se asea y se va a Alume tres veces por semana.

Periódicos y talleres

La jornada empezó en la sede de la Asociación Lucense de salud Mental con la lectura de periódicos. Suso es un hombre informado, comenta con soltura los cambios de la lista electoral de Orozco. Aunque asegura que la política ya apenas le interesa, está al día. Está de enhorabuena porque hay campaña y podrá ir a mítines, una actividad que le gusta. Sabemos que, en ocasiones, va a misa y, en el responso, si no está de acuerdo con algo debate con el cura. Después hace gimnasia y comienza un taller de cestería. Mientras trabaja, charla con su compañero de pesca, de qué usaba de cebo cuando era joven, de cómo hacer los cestos más fácilmente, de dónde se venden después...

Cocinillas a dieta

Suso no puede tomar azúcar y lo cumple a rajatabla. Hasta rechaza de inicio una rosquilla que hizo una de sus compañeras. Hace su propia compra, unas veces en su supermercado y, otras, en otro. La mayor parte de las veces, lejos, para tener una excusa para pasear. El día de este reportaje cocina un filete de lomo y grelos. Ensucia mucho de inicio, pero es de los que recoge mientras trabaja. De cena, a eso de las ocho y media, después de la biblioteca y un largo paseo, toma merluza. Al día siguiente toca limpieza, cuenta resignado.

Después de cenar ve un rato la tele. Le gustan los deportes, los programas musicales y las películas, sobre todo de amor. Dice que la última que vio en el cine fue ‘Lo que el viento se llevó’.

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