La importancia de ponerse guantes

A menudo uno se define a través de nimiedades. Algo que parece prosaico y sin trascendencia se convierte en una cuestión de principios casi sin darnos cuenta, sobre todo cuando se entra en una escalada imparable de argumentos. Un ejemplo: los guantes de plástico para coger la fruta en los supermercados con autoservicio. Hace poco descubrí, de forma totalmente casual, que la actitud hacia estas fundas de usar y tirar -y a otras, pero no viene al caso- es una de las infinitas características que distribuyen a los humanos en subgrupos.

Es decir, que la humanidad (la que tiene acceso a los autoservicios de fruta, claro) se divide entre aquellos que confían en la utilidad de los guantes que gentilmente ofrecen las empresas alimentarias y los que piensan que se trata de un objeto totalmente innecesario que sólo sirve para producir más desechos no biodegradables, que su existencia sólo beneficia a las empresas que las fabrican y que, por esta razón, es necesario acogerse a la objeción de conciencia cuando los establecimientos piden que no sirvamos la fruta a pelo.

Según la acalorada discusión en la que participé, hay dos razones para ponérselos: uno, que la empresa así lo pide; y dos, que uno nunca sabe dónde han estado las manos de quienes, antes que nosotros, toquetearon la fruta, ni qué males les aquejan.

Y otras tantas razones para no hacerlo, como su ineficacia y su coste ambiental. En este bando pensamos que es de incautos consumir cualquier pieza sin haberla lavado o pelado. Y no sólo por la suciedad, virus o bacterias que depositen los otros consumidores, que también, sino porque antes ya han pasado por ahí quienes las han llevado del campo a la tienda.

Y ni siquiera es esa la razón fundamental -con residuos humanos ajenos nos untamos todos los días, ya sea a través de dinero, manillas e incluso el aire que respiramos-, sino que lo más grave son las sustancias que ha recibido la fruta desde que se polinizó la flor que le dio origen, sino antes, hasta lucir perfecta ante nuestros ojos.

El asunto no tiene más miga que esa -que puede ser mucha o poca, según el individuo-, pero puede iniciar una discusión encendida (entiéndase como intercambio de opiniones), y dice algo sobre el papel de la estética en nuestro comportamiento. Es cierto que casi todos evitaremos coger una manzana que antes ha sobado alguien ante nuestras narices y elegiremos alguna de las que, ante nuestros ojos, están todavía inmaculadas, queriendo creer que está limpia.

Seguramente el mismo principio ha llevado a las distribuidoras a encerar, pulir y abrillantar las piezas de fruta como si fueran parqué flotante. Porque está claro que la perfección de su aspecto, lejos de hacernos desconfiar, nos seduce. Y los guantes continúan la farsa; las preservan del contacto humano, seguramente menos dañino que su tratamiento estético.

Recientemente he descubierto unas naranjas ‘naturales’ -lo pone en la etiqueta, lo que desvela que las otras quizás no lo son tanto-. Son algo más feas y en lugar de brillar tienen una pátina blanquecina -a lo mejor los guantes deberían usarse para no entrar en contacto con ellas, so pena de una dermatitis-, pero saben bien y son más baratas. Claro, hay que darles la oportunidad de mostrarse más allá del exterior. Y que nadie vea en esto una metáfora. O sí, allá cada uno.

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