La ilusa aspiración al silencio

Si se aprecia realmente el silencio no se debería nacer en España. Somos (en general, esta clase de sentencias siempre son generalizaciones) muy ruidosos, hablar a gritos aunque el interlocutor esté a centímetros es lo normal y poder escuchar con meridiana claridad la tele del vecino, de lo más común.

Las ciudades suelen tener una especie de voz colectiva que, en muchos países europeos, es murmullo y, aquí, es alboroto. Probablemente seamos los únicos de todo el continente, junto a Italia, capaces de soportar programas de televisión con diez personas gritando al unísono. El desarrollo de un oído capaz de desentrañar mensajes enterrados bajo el sonido de otros mil mensajes es un legado con el que a Darwin se le haría la boca agua.

Lugo, evidentemente, no es una excepción. No sé si hay islas de calmo silencio en este mar de griterío que es España, no las conozco, pero aquí no las busquen. Mi calle es un buen ejemplo. Mi pensamiento, y supongo que el de mil vecinos más a la hora de conciliar el sueño, salta de una reflexión acerca de mi profundo odio al reggaeton a cómo frenar las ganas de salir a la ventana y preguntar a la humanidad qué pasa, si es que no tiene casa a la que ir.

Desde la cama y con una oreja en la almohada he escuchado planes de novios, peleas (muchas), la radiografía de una noche de borrachera (con la charla inconexa de los protagonistas, se entiende), recetas (lo juro), saludos a gritos, despedidas a gritos, canciones regionales (de todas las regiones), profundas reflexiones sobre la ley antitabaco y cómo fomenta las pulmonías al obligar a fumar a la intemperie (y el insomnio de una, a mayores), carreras de motos y de turismos y hasta un intercambio musical entre un amante del flamenquito y otro que dijo ser «más de bachata».

Si las noches son así, ni les cuento los días, para qué, son como los suyos, no hay calle que se escape a la algarabía. Las elecciones municipales sumarán a la música urbana los deliciosos anuncios de mítines.

Y, además, (y ahí va una opinión absolutamente impopular) están las fiestas con su verbena que me encantaría ver prohibidas, al menos, en su versión día prelaboral. Entiendo que haya gente que al día siguiente no trabaje, o sí pero no le moleste, entiendo que la gente tiene todo el derecho a celebrar y festejar lo que toque, pero confieso que, si no puedo dormir, me cuesta disfrutar de ‘La ventanita del amor’, aunque tenga el alma en pedazos y, de verdad, ya no aguante esa pena.

A veces pienso que el Camiño Real es un caso excepcional, una especie de triángulo de las Bermudas del ruido: se los traga todos. La gente que va de marcha al centro y la que vuelve, conductores que prueban, aprovechando el vacío nocturno, el fondo del pedal del acelerador o el máximo del volumen de su equipo de música.

Reconozco que, a veces, el ruido puede ser reconfortante. Al volver de, por ejemplo, Suecia, uno puede encontrar calma para su morriña en un bar a la hora de los vinos. La música a toda pastilla puede ser fantástica, generalmente si es uno quien la elige. Pero, por favor, háganse cargo de que si cuando baja la ventanilla de su coche a las tres de la mañana con ‘Estopa’ dándolo todo, mil caras cerúleas se asoman a los visillos con ojos de sueño, algo falla.

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