La devoción bien entendida

Lucenses presenciando una procesión (Foto: Pepe Álvez)
photo_camera Lucenses presenciando una procesión (Foto: Pepe Álvez)

La Semana Santa llegó a su fin y hay que decir que, un año más, movilizó a un buen número de devotos y defensores de la tradición, que desafiaron a las inclemencias meteorológicas y desfilaron por las calles de Lugo con sentimiento y complacencia, pero sin exageraciones ni desolación.

Lo comento porque estamos demasiado acostumbrados a los llantos y a las escenas de dolor y desconsuelo que se viven en otros lugares del país -y en otras zonas del mundo-, donde parece que las celebraciones de Semana Santa carecen de sentido si no transmiten el sufrimiento y la agonía que vivió Jesús en la cruz.

Para los ateos y agnósticos, e incluso para muchos creyentes, estas representaciones exageradas están fuera de lugar en un mundo en el que, por desgracia, hay problemas de sobra para lamentarse. Yo me incluyo en ese grupo, y por eso me sorprendió gratamente el ambiente que se vivió en la capital lucense.

El Jueves Santo, por ejemplo, decenas de fieles asistieron a la misa del Señor con la intención de participar después en la procesión de la Última Cena. Sin embargo, cuando acabó la eucaristía, la tromba de agua que estaba cayendo en ese momento truncó sus planes y obligó a suspender el recorrido. Tanto cofrades como devotos permanecieron entonces un buen rato en el interior de la catedral esperando a que dejara de llover y charlando tranquilamente, sin tragedias. «Pues es una lástima, pero otra vez será», comentaban.

Yo recorrí el templo en busca de alguna lágrima que me ayudara a redactar la crónica de ambiente, pero no la encontré. Y es que en el interior de la catedral se respiraba únicamente normalidad. Tanta, que incluso una pareja de chicos -y me refiero a chico y chico- caminaron sosegadamente por el templo, en ocasiones de la mano, e intercambiaron impresiones con algunos miembros de la cofradía. A Dios no pareció importarle su relación, y yo, por el simple hecho de percibirla, me sentí más anclada en el pasado que la propia tradición católica.

La conclusión que saqué es que la iglesia necesita modernizarse para evitar el rechazo; abrirse a la pluralidad y dejar de proclamarse poseedora de la verdad absoluta, porque esa imagen no le beneficia nada. Si lo hiciera, quizá tendría el apoyo de ese grupo cada vez más numeroso de personas que se considera creyente, pero no practicante. Es decir, que no duda de Dios, pero no confía para nada en la iglesia. Por no hablar de los pecados de alcoba de algunos miembros del clero, que tampoco ayudan mucho.

Esta claro que no lo tiene fácil en un mundo en el que lo racional y lo científico se sobreestiman y en una sociedad entregada a devociones secundarias, como el coche, el piso o el ordenador. En este ambiente, la religión se refugia cada vez más en las conciencias individuales y pierde su viejo papel de vertebrador social. Sin embargo, actos colectivos como la Semana Santa demuestran que la institución eclesiástica no lo tiene todo perdido.

Está claro que siempre habrá algún grupillo que intente dar la nota con propuestas absurdas, como las procesiones ateas o los bautismos laicos, pero no creo que merezcan mucha atención. Al menos podían ser más originales y sugerir misas con vino tinto, comunión de jamón serrano y el Ave María de Bisbal.

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