La ciudad de los milagros

La afición, celebrando el buen juego (Foto: Sebas Senande)
photo_camera La afición, celebrando el buen juego (Foto: Sebas Senande)

Está comprobado que soy impermeable al fútbol. Me aburre enormemente tanto televisado como en directo. En cualquiera de los casos, por mucho que me empeñe en seguir el balón y lo que le rodea, cualquier nimiedad me abstrae del juego. Soy capaz, y no es exageración, de ir a ver un partido al Bernabéu (invitada, por supuesto) y tener que preguntar el resultado al final porque han pasado los 90 minutos y me he fijado en todo menos en lo que ocurría en el campo. Así que tengo muy asumido que, para bien o para mal, nunca experimentaré las pasiones radicales de los fanáticos.

Aún así, a veces me he prestado a entrar en un campo. Tres veces, en concreto. Una en Riazor; otra, la ya referida, en Madrid, y la tercera el domingo pasado en el Ángel Carro. Las dos primeras pasaron sin pena ni gloria en mi vida. Me entretuve lo mismo que en una manifestación nostálgica del 20N o en una convención de dueños de Ferrari. Es decir, me entretiene observar cualquier expresión del comportamiento humano. Cómo nos relacionamos, cómo nos mostramos, lo que decimos cuando hablamos y cuando callamos. En fin, nada del otro mundo, la misma fascinación que mueve a unos hacia la literatura y a otros hacia los realities televisivos.

Sin embargo, la tercera, la del domingo pasado, dejó una huella algo más profunda. Confieso que durante el partido me pasó lo mismo que las otras veces, que lo vi con cierta distancia, aunque quizás algo menos porque la tensión se palpaba en el ambiente y porque deseaba esa alegría para la gente que quiero y que tenía todo el corazón puesto en el campo. Por esa razón, tras el gol del Alcoyano, me rozó algo la esperanza de un milagro, primero, y la decepción de la derrota, después, pero, ya digo, en dosis homeopáticas, ínfimas.

Y, sin embargo, me esperaba una emoción de gran calado al final, cuando ya se había esfumado la posibilidad del ascenso -que no deja de ser una alegría transitoria que podrá darse cualquier año de estos-. Me puso los pelos de punta ver la reacción de las gradas, tan volcadas que parecía que el Lugo había ganado. Con eso no había contado. No se me había ocurrido que la decepción y la tristeza pudiera sublimarse en una muestra apabullante de respeto y cariño. Me pareció de una nobleza tan increíble que, a riesgo de que suene ñoño, me sentí orgullosa de vivir en la ciudad donde se producen estos milagros del comportamiento humano.

Tanto me sobrecogió que pensé que sería de telediario. Pero no, impactaban más las imágenes bochornosas del River. Se ve que allí no aprecian la dulce sensación de perder con honor.

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