Hay que salir con tiempo

Un accidente de tráfico me salvó la vida. A sólo unos días de mi vigésimo cumpleaños, aprendí por las bravas que la carretera es traicionera, incluso cuando la conoces mejor que el pasillo de tu casa. En la curva por la que pasas todos los días, tu propio coche puede convertirse en una máquina de liquidar cristianos y, en un abrir y cerrar de ojos, enseñarte el camino hacia al otro barrio. Triste final.

Era de noche, un sábado, y llovía. Llovía mucho. Regresaba de realizar la cobertura de un torneo internacional de billar que se disputaba en Cospeito. Tenía prisa. Había quedado con unos amigos para cenar e irnos de fiesta. Se me echaba el tiempo encima. Conocía la carretera. Ese mismo día había pasado otras cuatro veces por el mismo tramo. Conducía a una velocidad totalmente inadecuada, con la que estaba cayendo.

Un poco antes de llegar a la curva pisé el freno, pero el coche no se desaceleró. Siguió recto, patinando sobre el agua que había en la calzada, hasta que nos empotramos contra una tajea construida en la cuneta de la carretera. El castañazo fue monumental. El citröen de mi padre quedó clavado como una estaca, con las ruedas traseras a más de un metro del suelo.

Al día siguiente, magullado y avergonzado, podía contarlo, que no es poco. De ese accidente todavía conservo el disgusto de mis padres en la memoria, un dolor bastante desagradable en la rodilla izquierda cuando hay cambio de tiempo y una desconfianza incrustada en el alma hacia la carretera. Creo que ese aviso, por lo menos hasta la fecha, me salvó la vida. Aprendí a tener miedo.

Hasta ese momento, con sólo unos meses de carné y amparado en las robustas convicciones de los que han vivido muy poco, me creía digno heredero de las habilidades automovilísticas de Emerson Fitipaldi. No percibía el peligro e ignoraba deliberadamente el consejo de los que se pasaban media noche en vela cuando salía con el coche.

La semana pasada, cuando me dirigía a Santiago, también llovía, a cántaros. Tenía que llegar a la una del mediodía, por una de esas citas que no esperan. O estás o no. Salí con dos horas y cuarto de antelación, para tener un viaje tranquilo, pero al pasar Teixeiro me topé con un vehículo especial que se movía como un caracol. Tras cuarenta minutos en los que apenas avanzamos quince kilómetros, intenté adelantarlo. Había mucha agua y la visibilidad era muy mala. Me temblaba el pie en el acelerador. Recordé el miedo aprendido.

Más tarde, pensé en el primer viaje que hice a Santiago con aquel coche que me dio una lección en Cospeito. Han pasado casi tres lustros y la carretera sigue siendo la misma. Desde entonces, han gobernado unos y otros, pero para llegar a las citas en Compostela todavía hay que salir con tiempo. La autovía ya está en obras, pero aún es una promesa.

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