La última ofensiva del Ejército israelí en Gaza, la operación Margen Protector, lo pilló en uno de los hospitales que fueron bombardeados. Esta vez sí se despidió de sus allegados. Manu Pineda -e la asociación Unadikum y de Izquierda Unida- vive desde hace tres años en Gaza, territorio controlado por Hamás, donde ejerce de escudo humano para evitar que las bombas maten a más civiles.
¿Cómo quedó Gaza tras el ataque israelí de este último verano?
Mucho más destrozada de lo que estaba cuando llegué, en 2011, como miembro de la Flotilla de la Libertad, formada por activistas de 37 países que llevaba ayuda humanitaria a Gaza y que fue abordada por la Marina israelí. A partir de entonces, decidí ir por mi cuenta a Palestina y me establecí en una Gaza con muchas instalaciones destrozadas, pero sin llegar a lo que hay ahora. Ahora está todo destrozado. Hay ciudades, cerca de la frontera, que desaparecieron. De hecho, fotos hechas desde satélite, por el propio Ejército israelí, presentan a Gaza como una alfombra de escombros.
¿Cuál es la situación de la población?
La población no vive, sobrevive. De las 1.800.000 personas que residen allí, un tercio abandonó sus casas porque se las bombardearon. Muchos se refugiaron en colegios, en viviendas de familiares o amigos pero hay 110.000 personas que no tienen casa y el invierno en Gaza es duro, hay muchas inundaciones y tampoco hay material de construcción. El bloqueo económico provoca más muertes que las bombas. No hay carburantes, ni medicamentos, ni comida. Solo hay una central eléctrica que abastece de luz un máximo de seis horas al día, lo que causa grandes trastornos en hospitales. Se están haciendo operaciones a la luz del móvil y no se pueden encender incubadoras, ni equipos de diálisis. La falta de carburante incide en las ambulancias, que solo salen en servicios de extrema necesidad. La situación es catastrófica.
