¿En el trabajo o en casa?

JAIME GONZÁLEZ. No era matarife, pero sí trabajó en el matadero, cargando kilos de canal en sus hombros. El matadero cerró y se hizo bombero. Ahí sigue desde hace 22 años.

pocos trabajos hay que sean como tu casa. Que cocines y comas allí, que recojas después, que duermas y te hagas tu cama, que pongas la lavadora, que tiendas la colada... Ellos sí lo hacen en su trabajo. Cada cuatro días, comparten veinticuatro horas juntos. Entran a las nueve de la mañana y salen a la misma hora del día siguiente. Por eso, su otra vida doméstica está en Garabolos. Es decir, en el parque de bomberos.

Hacerse bombera por un día en Lugo supone estar las veinticuatro horas rodeada solo de hombres, a excepción de la señora de la limpieza que se ocupa, ella sola, de todo el cuartel. He de confesar que no la usé, pero si quisiera, tendría toda una habitación, con tres camas libres y dos colchones para mí solita. Es la habitación de las bomberas, con cuarto de baño incorporado y revistas femeninas en las mesillas. No como en la sala de juegos donde predominan las de coches y culturismo. «Se presentaron tres, pero las pruebas físicas son durísimas, mucho más que las de la Policía o la Guardia Civil», advierte Jaime González, uno de los más veteranos, que cumple la media de edad de los 50.

A mí, sí. A mí me supera cualquiera en cuanto a forma física se refiere. Para empezar, la gimnasia en el colegio siempre se me dio fatal y tampoco hice méritos nunca como deportista. Así que no me vería yo con el casco puesto... a no ser para ir a comprobar las bocas de riego, como así fue. Chaquetón (demasiado grueso para un día en el que el termómetro se acerca a los 30 grados), casco (demasiado peso sobre mis hombros) y ¡arriba, al camión!

Los peldaños están algo altos, pero trepo. Eso sí, guardando el equilibrio entre el peso del casco y mis piernas. En el camión, montamos cuatro bomberos y una periodista. Al volante, Luis; de copiloto, una servidora, y atrás, el cabo Novo, Marcial y Víctor. Salimos del parque y nos dirigimos hacia Aceña de Olga. Por supuesto, sin luz ni sirena. Me puede la curiosidad y les pregunto: «¿Es cierto que tenéis un tono diferente a la Policía o las ambulancias?». «No, antes sí había más diferencias. Ahora, elegimos el que queramos. Eso depende del turno. El Mercedes tiene hasta tres tonos para elegir. Como los móviles, vamos», cuenta el cabo Novo.

Llegamos a la rúa Madanela, aparcamos y nos bajamos del camión. Con tacones y a lo loco, bajo hacia delante. «Así es más peligroso, cuando bajes las escaleras, siempre hacia atrás y agarrándote a los tiradores», insiste el cabo. Lo apunto. La próxima vez bajo de espaldas y recibo la aprobación del jefe.

Dos bomberos peinan la acera izquierda y otros dos, la derecha. Con el gancho, levantan la tapa de la primera boca de riego y... ¡falta la mariposa! ¿....? Sabía que no podría tratarse de ningún insecto volador pero, sinceramente, tampoco tenía ni la más remota idea de lo que era la mariposa. «La manivela, digamos», echa una mano el cabo.

Seguimos ascendiendo por la rúa Madanela bajo un sol de justicia y nos encontramos con otra boca de riego. Esta, más grande, de color rojo y con el título «Boca de incendios». Mis compañeros de turno meten la palanca, pero no se abre. Alrededor de la tapa, decenas de hormigas merodean por allí. Víctor tira para arriba y sale la tapa. Un montón de tierra, hormigas y larvas atascan la boca de riego. Consecuencia: hay que limpiarla ante una posible emergencia. Queda registrado en la libreta.

Seguimos y abrimos una, dos, tres, cuatro, cinco hasta seis bocas de riego más. Ya perdí la cuenta. La mayoría están bien. Se apunta todo y volvemos al cuartelillo.

Conectamos con la emisora central. Por zonas, falla la comunicación. «Por eso tenemos, de repuesto, emisoras viejas y walkie talkies que les quedan anticuados a la Policía Local», apunta el cabo. «Víctor, ¿me recibes? ¿Fuisteis ya a por la comida?», pregunta. Le responden que sí. Son casi las dos y es la hora de comer. En esta ocasión, se hizo un pedido a un restaurante con un plato del día módico. Cada bombero puso 10 euros de sus 1.300 mensuales de sueldo (con una jornada extra incluida). «Ganamos solo 70 euros más que un administrativo y el riesgo no es el mismo», comenta Luis.

La comida no la paga el Ayuntamiento, «una eterna reivindicación», me dicen. Merluza en salpicón, paella y tarta de queso son los menús de la mayoría. El bombero encargado de poner la mesa ya la dejó puesta a media mañana. El comedor es amplio, como todo el cuartel. Para después, hay unos fantásticos sillones de cuero frente a una televisión de plasma grande.

En la cocina es como en casa. Hay turnos, dentro del turno, para ir a la compra, cocinar y fregar. Lo de cocinar se hace más a la hora de la cena. «Hacemos, generalmente, tortilla de patatas o macarrones. Cosas fáciles. Tenemos una nevera, una despensa y una cocina industrial. Luego, recogemos y fregamos. Después de cenar, vemos la tele y nos acostamos. Traemos las sábanas o un saco y solemos dormir medio vestidos. Eso sí, cuando oímos la chicharra saltamos rápidamente de la cama y nos ponemos las botas, que ya incluyen el cubrepantalón», cuenta Jaime Vázquez.

Él es de los veteranos, de los que cumplen la media de edad de los 50. Me cuenta que antes de ser bombero trabajaba en el matadero. «No mataba cerdos, pero sí cargaba las canales y ¡cómo pesaban!», afirma. Eso le ayudó a superar las pruebas físicas, aunque subir por los puñeros o por la cuerda puede con él. «Yo lo que hago por las tardes, mientras esperamos las salidas, es bicicleta estática. Aquí puedo echar dos o tres horas. Hay que estar en forma», apunta.

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