El último hombre vivo

La primera referencia del zombi como arquetipo de una sociedad alienada de la que se tiene constancia es La legión de los hombres sin alma de Victor Halperin. En la película de los años 30, las colas para el racionamiento en la Gran Depresión de Estados Unidos eran asimiladas como metáfora política de unos ciudadanos que estaban muertos en vida, y que pululaban por un sistema que los tenía perfectamente controlados y adoctrinados.

La ciencia ficción siempre debe ser vista como representación de la sociedad que nos toca vivir, o que le toca vivir al autor y al receptor del mensaje. La Depresión, la escalada atómica, o la tensión entre dos mundos que se vivió con el Telón de Acero se disfrazan de zombis, de monstruosas malformaciones genéticas o de extraterrestres invasores.

Nuestro Apocalipsis particular lo vivimos esta semana. Un Apocalipsis un tanto cutre y de esta clase sector servicios que construimos con nuestras propias manos, pero lo disfrutamos como si fuese un aventurón de película. Supermercados con las secciones de frutas y verduras diezmados, camiones escoltados por la policía, colas en las gasolineras para rellenar los depósitos mediados... El escenario por el que caminamos estos días es el descrito por cualquier novela de zombis clásica, en el que los centros comerciales siempre -o casi siempre- son perfectos para tomarle el pulso a las situaciones límite. Ya que no pudimos vivir la paranoia del peligro atómico con toda la atención que deberíamos, nos apuntamos con pasión al primer cataclismo que se cruza. Una semana sin tomates para la ensalada es suficiente para desesperarse, llenar el depósito de gasolina sin plomo y echarse al monte con unas latas de atún bajo en sal. La diferencia entre nuestro fin del mundo y el descrito por las escrituras es que aún tenemos tiempo de tomarnos una caña y comentar el desastre con el camarero.

Crisis como la que protagonizamos reflejan la fragilidad impostada de un sistema que se colapsa con pequeñas alteraciones de la rutina. Una tormenta de nieve, una plaga de medusas o la pertinaz-sequía son suficientes para poner en alerta máxima a estos muertos vivientes del siglo XXI en los que nos convertimos.

Si nuestra cultura dispusiese de las armas creativas necesarias, esta pasión por la desestabilización de clase acomodada tendría un reflejo concreto; una representación del zombi moderno que se pone en alerta por si se le estropea el finde en la casa rural.

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