El polvo bajo la alfombra

LO QUE GAZIEL cuenta en el verano de 1914 sobre París es exactamente como la caída limpia de una piedra en un lago: la noticia del estallido de la Guerra no provoca un maremoto, no vacía de agua el estanque, pero sí crea continuos movimientos, círculos que no cesan de crecer. En ese punto concreto en el que convive la estupefacción paralizante del incrédulo, del lento de reacción, del que se resiste y el empuje decidido del que toma las cosas como vienen y en cuanto vienen, empiezan sus diarios, los de un joven estudiante burgués que asiste fascinado al comienzo de una guerra que lo ha de cambiar todo, mientras la vida cotidiana en la ciudad sigue como puede.

Uno se entera de que vive en un país en guerra un día al despertar y no se mete bajo las mantas a apretar los dientes en posición fetal sintiendo terror en todo su esplendor, no. Se levanta y desayuna embotado por las noticias pero con el hambre de un nuevo día. Porque somos así. Todo cambia decididamente pero lo hace a un ritmo susceptible de ser captado por nuestro ojo. Y eso hace Gaziel con París y sus gentes: contar cómo poco a poco se le desparrama por encima una guerra.

Las calles que se vacían de paseantes, los periódicos que menguan y solo traen las insípidas noticias que permiten los censores, tiendas que cierran por movilizaciones, negocios destrozados porque llevan un apellido alemán, negocios con apellido alemán que cuelgan árboles genealógicos en los escaparates para demostrar que son la mar de franceses y ruegan que les dejen seguir intactos, cancelaciones de los espectáculos, gente que empieza a huir... el cambio incesante que empieza, tímido, el mismo día en el que se conoce la declaración de guerra. Ese día, a la pensión en la que vive Gaziel y decenas de estudiantes de todas las nacionalidades, regresa una estudiante alemana que había salido a pasear y no se había enterado de lo que se le venía encima. Cuando se lo cuentan, ve en ella asombro y hasta incredulidad y en todos miradas en las que la estima de antes es ya «odio legal y colectivo».

Todos los grandes acontecimientos cambian las ciudades, cómo no iban a hacerlo. París, siempre tan retratada, va mudando en el relato de Gaziel en 1914. También lo hace en el de Nemirovsky en 1940, con la ocupación alemana de Francia. Ambos lo cuentan mientras lo están viendo, ninguno racanea a quienes lo leen el asombro del descubrimiento.

Ver a una ciudad, a un pueblo, cambiar por un suceso importante es un privilegio para los curiosos y los observadores. Incluso si es una circunstancia dolorosísima, como una guerra, no deja de fascinar al inquieto. Gaziel confiesa que no quiere seguir estudiando, que sus obligaciones se le hacen pesadas, quiere dejar las bibliotecas y salir a la calle a ver cómo llega la guerra. Es evidente que ahí se hace periodista.

No he visto nunca cambios por semejantes circunstancias. Sí por otras, generalmente más alegres, preparativos de grandes ocasiones que se anuncian como un antes y un después y muchas veces no dejan de ser sino un paréntesis de excepcionalidad en un mar de rutina, en la inercia que siempre devuelve las cosas a su sitio. Las Olimpiadas en Pekín, por ejemplo. Días y días de limpieza de negocios ilegales (tiendas de DVDs falsos, puestos callejeros de comida, barberos que cortaban el pelo y afeitaban en una silla plantada sobre el césped de la mediana de una autovía...), todos borrados del mapa para una ciudad en fiesta que tenía que sacar pecho. Y lo hizo, vaya si lo hizo. No creo que nunca tantas macetas de flores se hayan visto formando dragones y llamaradas y espantosas mascotas olímpicas en tantas rotondas.

También los pekineses hicieron sus esfuerzos. Hay un documental que recoge los pinitos de muchos de ellos con el inglés. De los voluntarios, que lo aprendieron solo para dar indicaciones y de los taxistas, que lo aprendieron porque su licencia para esos días dependía de ello. Fascina ver a ancianos que logran manejarse en el idioma con relativa soltura a base de estudiarlo machaconamente durante meses y meses. Mientras, las escenas del taxista que no para de contestar erróneamente a todo lo que le preguntan sus anglohablantes clientes o de darles vueltas mientras intenta aclararse con qué dirección le han dicho exactamente provoca toda la lástima del mundo.

Frente a la fascinación de contemplar los preparativos siempre quedan los después: la reconstrucción de una ciudad tras la guerra o el lento regreso al ser cotidiano de la ciudad postolímpica. Las londinenses que iban a trabajar en tacones en una ciudad de escombros por los bombardeos, el regreso a París de todos los huidos para encontrar que su casa ya no era su casa, los puestos callejeros de Pekín que se ganan la vida como siempre hicieron cuando los ojos del mundo volvieron a mirar a otro lado.

Después del trabajo de lograr que la muralla fuese calificada como patrimonio de la humanidad por la Unesco, de ese rodearla de libros o de comensales, de los reportajes promocionales, de la puesta a punto del paisaje inmutable de Lugo, se vuelve a ver a un obrero que ha de arreglarla meando contra sus muros milenarios.

El polvo, en fin, que siempre acaba saliendo de debajo de la alfombra.

(Texto publicado en la edición impresa de El Progreso el 8 de marzo de 2014)

Comentarios