El mueseo y la calle

A principios de los 80 del siglo pasado el galerista y marchante de arte Sidney Janis empezó a organizar exposiciones de graffiti en su galería de Manhattan. La idea de Janis, que en un principio sonaba a irreverencia manifiesta y a riesgo contracultural, no era más que puro mercantilismo: compraba arte que creía que podía ser rentable económicamente. En muy poco tiempo una expresión cultural nacida para desarrollarse en las calles y el mobiliario urbano (y con vocación libre) entraba en el circuito de los museos, las galerías de arte y, en definitiva, el extraño entramado del arte contemporáneo. Muchos artistas participaron de la transfiguración porque el éxito del graffti y su oficialización tenía dos consecuencias inmediatas: por un lado pagaría muchos aerosoles y por el otro saciaría esa sed de egolatría que tienen la mayoría de los artistas. Otros, sin embargo, lo vieron como el principio del fin; la prostitución del arte callejero y su doma por parte de las élites culturales, políticas y económicas.

Hoy está prohibido firmar con un spray una pintada en Nueva York (y en la mayoría de las ciudades occidentales), pero el Museo de Brooklin albergó en 2006 la mejor exposición sobre el graffiti de todos los tiempos, y el arte callejero se expone en lugares cerrados como un ejercicio cultural normal.

El arte urbano como dios manda.

En el siglo XXI no son los artistas callejeros los que quieren entrar en los museos sino al revés. El Museo Provincial de Lugo proyecta piezas y contenidos que posee en su interior sobre una pantalla gigante colocada en su fachada todos los días 10 del mes fuera de horario de oficina. La intención es doble: llamar la atención del cliente potencial y restarle sacralización al edificio y a su contenido, o acercarlo al ciudadano, para ser más precisos en la terminología.

Una vez más la cultura oficial usurpa métodos y planes de ataque de artistas urbanos para rebajarles la tensión que traen de serie y hacerlos poco (o nada) molestos al respetable.

Todas las acciones del terrorismo cultural de los últimos cincuenta años acabaron, tarde o temprano, entre los muros de un museo, y en este caso en sus paredes exteriores.

El origen de este despiste generalizado del concepto museo de pueblo (que no es exclusivo de Lugo ni mucho menos) habría que buscarlo en la explosión del moderno museo contemporáneo como éxito a imitar.

Algo que Frances Stonor Saunders describió y definió en su libro La CIA y la guerra fría cultural desde la portada misma.

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