El miedo de los normandos

Me gusta leer. No es un vicio tan pernicioso como el tabaco, pero también engancha. De fumar conseguí sacarme hace tiempo, pero mi afición por la lectura ha ido aumentado con el paso de los años. Cuando era un preadolescente, descubrí en los cómics una extraordinaria forma de entretenimiento, que poco a poco fue también despertando mi interés por los libros. En aquella época, alguien me regaló el que acabaría por convertirse en uno de mis tesoros más preciados. No por su valor económico o sentimental, simplemente porque fue la puerta de acceso a una obra maravillosa, el universo gráfico de Goscinny y Uderzo. Después de ese entrante, me quedé con hambre. A medida que iban cayendo en mis manos, fui devorando con ansia las historias de los galos de Armórica.

En mi primera inmersión en la vida de Astérix y Obélix, los normandos, un pueblo de guerreros temibles, viajaba hasta la Galia y desembarcaba cerca de la única aldea que se resistía a la invasión del imperio romano. Lo más curioso es que, con esa razia, los bárbaros no pretendían regresar a casa con las bodegas llenas de tesoros. Surcaron el mar en busca de un conocimiento superior. Querían aprender a tener miedo, porque estaban convencidos de que esa sensación les haría volar como «pajaritos». Por desgracia para ellos, no encontraron lo que buscaban con facilidad. Descubrieron que los habitantes de Armórica sólo temían a una circunstancia improbable: que el cielo cayese sobre sus cabezas.

Paradójicamente, al recordar esa historia hilarante, no puedo evitar un pensamiento desalentador. Aquellos normandos habrían tenido mucha más suerte en su búsqueda si hubiesen llegado la semana pasada a cualquier pueblo de nuestra provincia. Si hay algo que sobra en esta sociedad es miedo.

Lo define el diccionario de la RAE. El miedo es el «recelo o aprensión que alguien tiene a que le suceda algo contrario a lo que desea». La crisis económica y sus consecuencias han provocado que esa sensación se propague como un tumor maligno con metástasis. A fuerza de escucharla, casi todos hemos interiorizado una idea: la cosa está muy malita.

Quien más y quien menos conoce a personas que se han quedado en el paro. Se habla de empresas que cierran, de expedientes de regulación de empleo, de recortes y de despidos. La gente tiene miedo. Teme perder su trabajo, y con él la forma de ganarse la vida y de conservar todo aquello que, en muchos casos, ha conseguido con tanto sacrificio. Es humano.

Con independencia de la oportunidad de convocar una huelga general -hay opiniones para todos los gustos-, en este ambiente no parece fácil movilizar a la clase trabajadora. A diferencia de los normandos, ahora sabemos que el miedo no te permite volar. Al contrario, te corta las alas e impide que levantes la cabeza. Y la voz.

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