El final de la película

NO RECUERDO cuando llegó el reproductor de video a casa de mis padres. Era demasiado pequeño, de lo contrario dudo que pudiese olvidar un acontecimiento de tanta importancia. Desde mi perspectiva, siempre estuvo ahí. En todos estos años, no ha dejado de funcionar. O eso creo. Sigue en el lugar de siempre, justo debajo del televisor. Ha envejecido bien. El paso del tiempo lo ha convertido en un objeto casi ‘vintage’. Robusto, sólido y fiable en su sencillez. Ahora tiene encima un aparato mucho más moderno, un lector de DVD. Un ingenio de dimensiones contenidas, casi plano y mucho más frágil en apariencia. Forman una extraña pareja. Como dos familiares de generaciones distintas que todavía comparten oficio. Uno casi retirado por la edad, después de un largo servicio, y otro al borde de una prejubilación forzosa, todavía útil, pero desfasado.

Conservo, en cambio, el recuerdo nítido de ciertas mañanas de sábado. De aquellos días en los que acompañaba a mi padre hasta el videoclub que había en nuestro barrio. Antes de salir, echábamos mano de una bolsa de nailon, de color naranja chillón, con el logotipo del local de alquiler serigrafiado en una de sus caras. Tenía la forma de una cinta de video, rectangular, y una correa de rayas azules y blancas. Desde luego no era discreta. Nada más poner un pie en la calle, proclamabas a todo el vecindario el destino de tus pasos y parte del plan de ocio para el fin de semana. Los socios del establecimiento se convertían, si usaban el regalo que les hacía el propietario, en auténticos anuncios con patas. Tipo listo.

Solíamos regresar con dos o tres películas. Alguna de artes marciales, otras de ciencia ficción y unas cuantas de James Bond, mejor si las protagonizaba Roger Moore. Entretenimiento para las horas muertas de los días de asueto. Una forma agradable de pasar el rato en un lugar donde el invierno venía casi siempre acompañado de grandes nevadas y el frío no invitaba a paseos vespertinos. En nuestra particular lista de preferencias figuraban también las de vaqueros. Por aquella época, conocimos al atormentado médico que interpretaba Gary Cooper en ‘El árbol del ahorcado’ o al singular grupo que encabezaba Yul Brynner en ‘Los siete Magníficos’, con Charles Bronson, Steve McQueen o James Coburn. Al final, llegamos a comprar ambas cintas. Hoy descansan en una estantería. Forman parte del material de atrezo de nuestro largometraje familiar.

Lo curioso es que aquellos pueblos que nos mostraban algunas películas del oeste guardan cierto parecido con los núcleos de población de muchos municipios rurales de Galicia, en general, y de Lugo, en particular. A fin de cuentas, ninguno era demasiado grande, pero todos tenían un banco, al menos una taberna, un médico, un sepulturero y un sheriff. También un abrevadero para las monturas. Quizás, sin entrar en pormenores, la principal diferencia radica en la forma que tenía el personal de resolver los conflictos con sus vecinos. Por fortuna, ahora las disputas ya casi nunca se saldan a tiros.

Falta por ver si todo va a continuar igual. Si los habitantes de esos lugares podrán mantener los servicios de proximidad en sus respectivos pueblos. La crisis se deja sentir en casi todo. Sin ir más lejos, se ha llevado por delante 10.000 sucursales bancarias y 50.000 bares en este país. La atención sanitaria en las zonas rurales no está mejorando precisamente y llevar el coche al abrevadero se está convirtiendo, por el precio del combustible, en un auténtico lujo. La gente se sigue muriendo, pero hasta las funerarias se quejan de que su facturación ha bajado en un 15%. Se gasta menos en los sepelios y les ha subido el IVA. A los agentes de la ley no les falta trabajo, pero ya no llevan una estrella en la pechera ni desenfundan con tanta alegría. Ahora visten de verde y se lamentan de los sablazos que les están pegando en la nómina.

Habrá que esperar hasta los títulos de crédito. Puede que el cabrón del guionista se canse de tanto drama y escriba un final feliz.

Un buen detalle que cuesta poco

Me sucedió dos veces en pocos días, y no me había pasado antes. Una conductora que me dejó libre un sitio para aparcar en la Ronda, antes de salir me ofreció su ticket de la zona azul. Aún le quedaba más de media hora pagada. Esta semana, nada más estacionar en las inmediaciones de la Praza de Avilés, otro usuario me dio su resguardo para que aprovechase el tiempo que él ya había abonado y no había consumido. A mí nunca se me había ocurrido. Un detalle solidario que cuesta poco. Los demás también deberíamos tomar nota.

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