Cuco

Jorge de Vivero (Foto: Pepe Álvez)
photo_camera Jorge de Vivero (Foto: Pepe Álvez)

Alguien dijo que quien no es revolucionario a los veinte años es porque no tiene corazón, pero quien no es conservador a los cuarenta es porque no tiene cabeza. Hay pruebas bastante fidedignas de que Jorge de Vivero tuvo alguna vez menos de cuarenta años. Entre esas pruebas se pueden citar los recuerdos de varias generaciones de muchachitas lucenses en edad de enamorarse del profe progre que daba Literatura Española en el Femenino; unas cuantas docenas de artículos publicados en este diario desde el 81, muchos de ellos con el cuco como protagonista; o no pocas listas electorales en las que el dueño de Kazán y Shiba figuraba como candidato de Los Verdes, a veces en perfecta comunión con los socialistas.

Jorge de Vivero tiene ahora 58 años y mantiene la pose de profe progre de Literatura, su apostolado verde y sus colaboraciones en El Progreso. Sólo que ahora sus artículos tontean con el conservadurismo político y llaman directamente tonto al líder de los socialistas —"Zapatero es mi musa, es tan malo que me inspira”—. Sólo que ahora su compromiso con la naturaleza es más radical pero menos social —“el ser humano es el más evolucionado de la naturaleza, pero esa evolución es una degeneración, sucumbiremos víctimas de nuestra hipertrofia cerebral”—. Sólo que ahora clama porque el sistema educativo ha tocado fondo y necesita recuperar valores como el esfuerzo y la disciplina hasta en las formas —“las teorías de la pedagogía moderna son una mierda, las cosas no funcionan así. Los alumnos tienen que estar un poco jodidos, como estuvimos todos".

Es el problema del viajero vocacional, que la persona que regresa nunca es la misma que la que se fue y, como el objetivo no es el destino sino el viaje en sí, uno nunca sabe si ha terminado de regresar. Lo bueno del viajero vocacional es que adquiere perspectiva, abre la mente y evita que sus ideas se conviertan en creencias.

De todos modos, no se dejen engañar. Este hombre profundamente pesimista —"la felicidad es capacidad de adaptación, y yo me adapto mal"—, obsesionado con la muerte —"cualquier cosa que acaba con la muerte carece de importancia"— y pose de cabreado, se maneja sentado a una mesa con un humor tan negro como gratificante, una risa fácil tendente a la carcajada, una conversación enriquecedora y un cinismo con causa. Mantiene un aspecto físico envidiable, con un cráneo bien formado y pobremente cubierto por un pelo blanco casi transparente, un poco más recio en la barba, y arrugas no muy abundantes pero sí muy marcadas. Muestra una cierta oposición a dejar ir los años que se refleja en sus pantalones vaqueros, sus botas amarillas de montaña, su jersey negro de lana sobre una camiseta interior blanca, su braga al cuello y su cazadora vaquera con borreguillo. Habla sobre su devoción por los animales y el vegetarianismo ético de su pareja mientras ataca sin piedad el magnífico solomillo de La Coruñesa, con los cubiertos agarrados con toda la mano, como si lo estuviera desollando.

Lector enfermizo y escritor pegado al viaje y la naturaleza, a veces con un punto cursi, es amigo de citas literarias —sus alumnos recordarán una de sus más famosas boutades, "me sé la literatura universal de memoria y en orden alfabético"—. Sin embargo, es ameno y su castellano, preciso, sin pedantería.

Lo mismo recurre a Ortega y Gasset que a Keith Richards, y sabe escuchar, pese a que reconoce que cada vez está más peleado con las personas: "La gente me aporta poco. Aprendí más de mis perros que de mis profesores. La vitalidad, la nobleza, la elementalidad, el sentido de la libertad, morirse tranquilamente en una esquina sin molestar a nadie... eso es mucho más importante que cualquier cosa". Eso le ha convertido en un ornitólogo existencial, plenamente consciente de que "tengo una cierta misantropía. Pero, ¿por qué tenemos que ser hermanos todos los hombres? Cada vez me gusta más estar solo. Cuando necesito estar con gente prefiero hacerlo como espectador, acodarme en la barra y mirar, no tener que participar en la conversación. Las personas me interesan como espectáculo".

No acierto a adivinar si su amada soledad es una elección personal o la simple somatización del hecho de que cada vez está más solo. Lo mismo me pasa cuando habla de su siempre fracasada carrera política: "Siempre he sido una persona de compromiso social relativo. Creía que mis ideas ecologistas tenían que tener un reflejo político para ser eficaces. No triunfamos, pero íntimamente no me afectó nada. Por lo de siempre: total, la vamos a palmar igual... Pero si llego a salir elegido, me hubiesen hecho una putada. No quiero ser eso. Una de mis características es la vagancia, no soy capaz de sacrificios ni de esfuerzos, sólo quiero que me dejen tranquilo".
Releo lo escrito y se me cae la cara de vergüenza. Quizás porque todavía no he cumplido los cuarenta y ya comparto demasiados puntos de vista con este inadaptado social. Pero quien esté libre de contradicción, que regrese de su viaje con los bolsillos llenos de piedras.

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