¿Cuánto faltará para ir al cole?

NO SOY LA única. Algunos de mis compañeros, como yo, también cuentan los días, a estas alturas ya del verano, para que se inicien las clases. Diez, nueve, ocho... así hasta llegar al día D, el del reinicio del curso escolar, el de las mochilas nuevas y libros oliendo a imprenta.

Suele pasar. Las vacaciones escolares son más largas de lo debido, especialmente para los niños, y cuando llegan a estas alturas, finales de agosto-principios de septiembre, el cole se hace esperar.

¿Es el 10 o el 12? El calendario se mira y remira. No, no puede ser si coincide en miércoles. Lo lógico sería empezar un lunes para aprovechar, bien aprovechadita, la semana. Y, al final, no, resulta que es en miércoles cuando comienzan.

El cole supone la vuelta a la normalidad tanto para los niños como para los padres, aunque esta normalidad se traduzca, con el paso de las semanas, en tardes-noches de deberes, horarios ajustados al ritmo escolar (añadido al laboral) y transportes vespertinos hacia las distintas actividades extraescolares. O sea, más estrés sobre estrés.

Sí, porque no nos engañemos los padres, el cole también nos produce estrés. ¿Acaso no siente ansiedad cuando se acerca la fecha de un examen y ve que a su hijo o hija le pesan los libros? Hay veces que pienso que si me llegara a examinar yo, podría sacar tan buena nota como mis hijos, ya que sus exámenes también son míos y, a base de preguntar, una reestudia lo aprendido y olvidado años ha.

Una, que pertenece a la generación de la olvidada EGB y su posterior BUP-COU, hace malabares cuando se pone a traducir el curso al que correspondería primero o segundo de ESO. ¿BUP, EGB? Entre ambos está. En teoría, hasta segundo de ESO sería como la antigua EGB, pero el hecho de ir a un instituto marca las diferencias. En mi modesta opinión, a peor, quizás.

Con la desaparición de la EGB, se perdieron dos años de permanencia en el colegio, con sus compañeros y sus profesores de siempre. A los doce, los chavales saltan al instituto y cambian de contexto: nuevo profesorado (más preparado intelectualmente por ser licenciados pero, también quizás, con menos conocimientos pedagógicos que los que pueda tener un maestro).

Si me dan a escoger, me quedo con el maestro. Mal que me pese a mí y a otros licenciados que, como yo, hicieron el CAP en busca de una alternativa laboral. Aquel Curso de Adaptación Pedagógica, que te permitía dar clase en institutos, era, hace veinte años, poco más que un taller donde, además de un montón de teorías pedagógicas, se enseñaba, sobre todo, a hacer unidades didácticas y programaciones curriculares. Lo que pasa es que la pedagogía no solo se enseña, sobre todo se transmite. Ser maestro es sinónimo de vocación para enseñar, con las dosis de paciencia y tragaderas que conlleva.

Sinceramente, aun con el CAP, no me veo capacitada para dar clase ni a mis hijos. Y es que los profesores tienen madera de héroes para soportar un trabajo que aún resulta desagradecido de cara a la sociedad, que se queda con el estereotipo de que los maestros, por lo general, son unos holgazanes porque tienen muchas vacaciones.

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