Cuando la muerte es insoportable

Morirse es difícil y también muy íntimo. No lo he probado, claro, pero sí lo he visto las suficientes veces como para tenerlo claro.

Morirse es también inevitable. Y del final se pueden elegir pocas cosas, aunque el testamento vital -aún muy poco extendido- ha facilitado que todos podamos dejar claro qué es lo que no queremos vivir en el momento de la despedida.

Esa posibilidad de elección está bien, pero tampoco lo resuelve todo. Resulta que nos morimos, pero casi nunca lo hacemos solos y es difícil que quienes rodean a un enfermo terminal se resignen a verlo sufrir.

Ayer conocí a un hombre destrozado porque ha perdido a un hermano y porque además ha tenido que verlo sufrir. Él sabía, como lo sabía su hermano, que el mal no tenía remedio y que el fin estaba cerca. Asumió la voluntad de su hermano, que era morir en casa, pero no pudo aguantar ese compromiso hasta el final. Y no pudo resistir porque su hermano sufría demasiado. Aunque hizo una vida normal hasta un día y medio antes de morir, las últimas horas fueron duras para el enfermo y para la familia.

Es fácil de entender el deseo de morir en casa. ¿Pero qué hacer cuando el enfermo no quiere atención porque desea que llegue el final cuanto antes y cuando el dolor es demasiado evidente?

Pedir ayuda. Es lo que decidió hacer este lucense cuando decidió que tanto sufrimiento no tenía razón de ser. Pero hasta conseguir la ayuda puede ser difícil. Si alguien no quiere, el médico no puede ponerle la mano encima, por mucho que se le suplique. Y si el paciente no quiere salir de casa, el personal de una ambulancia no puede llevarlo al hospital. Sólo queda la vía judicial y, aunque sea duro, hay familias que tienen que pedir a un juez que se ponga por encima de la voluntad de un enfermo y le obligue a recibir un tratamiento paliativo.

Fue lo que hizo el hombre que me contó su historia y que no entiende por qué sus padres tenían que resignarse a ver cómo sufría uno de sus hijos para morir.

Este lucense tiene encima demasiado dolor como para entender que haya quien vea un caso de desatención en una muerte que no se atuvo al plan final, porque acabó en un hospital y no en casa.

Todos estamos ya muy acostumbrados a las muertes medicalizadas y quizás por eso no entendemos que alguien quiera morir en su casa, aunque no deje de ser algo muy normal.

No hay motivo para el escándalo en el hecho de que un enfermo terminal quiera morir en su cama, ni tampoco lo hay en el hecho de que una familia se vea superada por el dolor de una persona a la que se quiere.

No pasa todos los días, por fortuna, que una familia tenga que recurrir al dictamen de un juez para poder dar atención sanitaria a una persona que se muere y que sabe que el final está a la vuelta de la esquina.

No debe ser fácil tener que llegar a contradecir tanto la voluntad de una persona querida, pero es fácil de entender que alguien ponga en duda la capacidad de decidir de una persona que tiene demasiado dolor como para pensar con serenidad.

El sistema sanitario llega para aquellos que quieren decir adiós a sus días en casa, pero la cuestión se complica cuando alguien cree que puede soportar el dolor de sus últimos días y con él hace sufrir a los demás.

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