Cada uno conoce sus miserias

Gente conversando en la Praza Maior de Lugo. aep
photo_camera Gente conversando en la Praza Maior de Lugo. aep

A veces camino de noche por la calle y me pregunto qué sucederá detrás de cada ventana en la que veo una luz encendida. No es que me importe demasiado, pero seguro que muchas de esas historias -por alegres o por trágicas- me dejarían con la boca abierta.

Normalmente, poca gente reconoce que habla de los demás. Sin embargo, comunicarse es una necesidad del ser humano y además lo hacemos todos y cada uno de los días de nuestra vida, por lo que siempre acabamos hablando de los hijos, los compañeros de trabajo, los amigos o los vecinos.

Y quien no lo hace, quien se dedica a hablar única y exclusivamente de sí mismo, enseguida es tachado de narcisista y egocéntrico, lo que casi es peor que ser cotilla.

A nivel personal, reconozco que hablo muy a menudo de la gente, pero cada vez opino menos. Antes me permitía más licencias, pero la vida me dio un par de lecciones, me puso en mi sitio, y me enseñó a ponerme en el de los demás.

Esta misma semana me topé de bruces con otra de esas lecciones cuando conocí la noticia de la detención de tres familiares lucenses por dejar morir a la madre de inanición. Lo primero que supe del caso fue que una mujer había fallecido por no recibir comida ni atención médica durante varias semanas. Poco después me enteré de que la Policía Nacional había arrestado por homicidio a su marido, su hija y su yerno.

La primera parte me puso la piel de gallina; la segunda, me indignó. Llegué a comentar la crueldad de esa gente y lo despiadados que tendrían que ser para llegar a tal situación, porque yo nunca lo hubiera permitido. Pero independientemente de una opinión personal, los hechos objetivos que confirmó la Policía eran estremecedores.

Sin embargo, poco tardé en agachar las orejas en cuanto hablé con el abogado defensor y me explicó la otra cara de la moneda. Me puse en el lugar de una chica de 23 años que, de repente, tiene a su cargo una madre con alzhéimer, un hermano de catorce años y un bebé de siete meses. Sin ayuda, sin trabajo y a tratamiento por depresión, ¿qué hubiera hecho? Realmente no sé la respuesta, pero sí sé que no puedo tirar la primera piedra.

Está claro que es muy sano hacer de vez en cuando un ejercicio de empatía -es decir, ponerse en el lugar de otra persona e intentar sentir lo que ella siente- para no correr el riesgo de aislarnos en nuestro propio mundo.

Esta habilidad de experimentar emociones ajenas como si fuesen propias es más importante de lo que a priori se pueda pensar. Por ejemplo, según los psicólogos, las personas muy empáticas triunfan en labores de enseñanza, asistencia sanitaria o ventas, aunque también deben hacer frente a una constante fuente de estrés. Dicen además que la empatía se enlaza con otras habilidades o capacidades de comportamiento, como el desarrollo moral, el nivel de agresividad y hasta el altruismo.

En resumen, que antes de hablar sobre el vecino -porque hablar vamos a seguir hablando- convendría ponerse en su lugar y repasar antes nuestras propias miserias.

Dice un viejo axioma sociológico que el juego de poner etiquetas dice siempre mucho más del etiquetador que del etiquetado, así que además hay que andarse con ojo, no vaya a ser que vayamos a por lana y salgamos trasquilados.

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