Atropellos y silencios

¡ya lo sabía yo! Es la expresión que repetían ayer muchos lucenses al enterarse de que ya han roto uno de los cristales de la ventana arqueológica en la Praza de Santa María. Antes de que se produjese la fechoría, mucha gente auguraba que la ventana aparecería destrozada el día menos pensado.

Al final han acertado quienes daban por hecho que en Lugo no podía durar algo bien hecho y pensado para preservar el patrimonio y lucirlo dignamente. Es, simplemente, la constatación de que hay mucho animal de bellota suelto y que no espabilamos por mucha escuela que nos den o mucha crisis que nos caiga encima.

No es que todos esos lucenses sean unos pesimistas imposibles, es que la experiencia muestra que hay gente capaz de acabar con todo y que hay gente que mira para otro lado cuando ve tropelías.

Hace unos días hubo una noticia impactante: un padre entregó a su hijo a la Policía al sospechar que el chaval podía haber cometido un crimen. Fue cerca, en Pontevedra. ¿Algo así sería imaginable en Lugo?

Parece que en esta ciudad nadie ve nunca nada. Se destrozaron las luminarias de la muralla y nunca se supo nada de quienes cometieron el destrozo. Se destrozó varias veces la ventana arqueológica de la Rúa Nova y ocurrió lo mismo. Parece raro que esas cosas ocurran sin que nadie las vea, porque se producen en zonas muy transitadas y que quedan a la vista desde muchas casas.

Parece que callamos ante las tropelías de unos pocos. O no nos importa nada o no nos atrevemos a hablar.

Al final los únicos que se ufanan de su comportamiento son los que deberían ir con la cabeza agachada, como una chica a la que el otro día vi felicitar a su perro por lo bien que había defecado en la calle. Dejó la caca en el suelo, le dio un cariño al chucho, se quedó tan pancha y los demás, callados.

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