CRÓNICA

Cocidos, empanadas y lambonadas

El autor de este artículo rememora los años en los que la tradicional Festa do Cocido de Lalín se fue convirtiendo en uno de sus mejores recuerdos de juventud
Imagen de archivo de la Feira do Cocido de Lalín. DP
photo_camera Imagen de archivo de la Feira do Cocido de Lalín. DP

SABIDO ES que, desde lejanos tiempos, Galicia es fértil en cocidos. Y otros suculentos negocios cocinados en marmitas, ollas y tarteras. En estas horas mágicas de invernía, las tierras lalinenses culminan alegremente matanzas de cochinos (con perdón). El San Martiño es el clarín de la andadura. Claro que con contradictoria valoración de sujetos activos y pasivos. Un poeta oriental supo decir que la gaviota llega a creer que es bueno para el pececillo columpiarlo por el aire y le sirva de aperitivo.

Guarda la memoria corales recuerdos de grandes pucheros, de sabor rotundo, con aromas de laurel y tomillo. Potajes, fabadas, guisos, alubias, estofados, habones y platos de vigilia... También alguna disidencia, de la tropa menuda, cuando grelos, navizas, coles y repollos superaban al lacón, costillas y ristras de chorizos. Las ocasionales protestas se acallaban con un imperativo (“el que quiera más, a Beledo”). Y el refrán de las lentejas: “o las tomas o las dejas”. Los hermanos Beledo, oriundos de tierras leonesas, regentaban un colmado en los Sopotales. El gran escaparate exhibía exquisita chacinería, cacheira, jamones, morcillas, salchichas rojas y blancas. Ignoro si hubo ocasión que el bueno de Santiago y el bueno de su hermano Ramiro, de amplia cintura y amable sonrisa, recibieron aquel recado imperativo, de auxilio gastronómico, emanado de enviado familiar. Eran años de postguerra, lecturas de Carpanta y el estribillo de la vaca que daba leche merengada.

Bureghel dio color a las fiestas del vino y romerías flamencas y Sotomayor enamoró los lienzos con suave carnación y rubor de doncellas.

Sí. Son días de cocidos cuando las delgadas mañanas se tiñen de gris al difumino y los racimos de estorninos condecoran el cielo de nuestras campiñas. La alondra ensaya el silbo de los rapaces aldeanos mientras la familia rodea la lareira en quehacer colectivo, entre humos. Se cuentan historias ancestrales y viejas leyendas.

"La comida conocida era galluofa, de humilde caldero. Si había alguna donación, las legumbres del pote eran acompañadas de carne"

Los cocidos también se extendieron en los caminos jacobeos, iniciadas peregrinaciones, y colaboran mosterios, grandes hospitales, auspiciados por Católicas Majestades, y dotaciones y rentas de Reales Cédulas. Se crean hospitales, albergues, refugios, con colaboración de conventos y monasterios. También surge afán colectivo y solidario de ayudar con refugios y cuidados a los caminantes más desfavorecidos.

La comida conocida era galloufa, de humilde caldero. Si había alguna donación, las legumbres del pote eran acompañadas de carne.

Otras veces, la creación del hospital civil provenía de alguna penitencia. "El Señor Don Juan de Robles, con caridad sin igual, hizo este gran hospital. Y también hizo a los pobres". Gelmírez supo adornar los canecillos de su palacio compostelano con fogones, empanadas y cocidos.

Se ha perdido la tradición de llevar empanadas a cocer a pequeñas tahonas. Queda alguna en los caminos rurales donde la amabilidad del fogonero admite solicitudes de preparación especial. O llevar productos propios para el relleno.

En la calle Real, próxima a una fuente, cerca de nobles casonas y palacios, existía un establecimiento de ultramarinos con solera. Ya está cerrado. Aún persiste, enmarcado bajo el gran escaparate, un encintado de mármol con letras góticas.

Cuando niño, allá por los siete años, me apoyaba sobre ese mármol y miraba y remiraba la bien surtida exposición de dulces. Imaginaba entonces que, cuando mayor, y disponiendo de dinero, podría volver y comprar aquellas delicias.

"Han desaparecido aquellas tiendas coloniales con entarimados de madera y balanzas que anunciaban disponer de pesas"

Han pasado más de cincuenta años y, hasta fechas muy recientes, cada vez que pasaba en aquel local entraba a comprar algo.

En una ocasión, una de las habituales paradas ante el escaparate, saboreando aquella infancia, dio oportunidad de observar, próximo a un niño, nariz pegada al cristal. Me recordó lo que un día fui. Así que, un tanto desenvuelto, me dirigí a él preguntando cuál de los frutos secos que se exhibían eran más apetitosos. Con timidez, señaló uno que no recuerdo. Entonces propuso me ayudase a escoger alguno. Penetró conmigo en el local. Poco había cambiado en interior. Grandes cajones con tapas de madera, altas estanterías y un gran mostrador.

Al empleado le solicité que, por favor, como tenía dudas del producto a adquirir, nos trajese al mostrador una selección de muestras de las expuestas en el escaparate.

Como el empleado, con mandil gris, se acercó a cajones y estanterías del interior, insistí que tenía especial interés en que las muestras fuesen traídas de la exposición al público. Contestó, amablemente, que las muestras que pretendía facilitarnos eran idénticas a las expuestas. Insistí en mi solicitud, concreta, que fuesen extraídas del escaparate. Hizo un gesto un tanto ambiguo pensando, quizás, en las rarezas de algunos clientes y la paciencia que tenían que sufrir la dependencia. Solo entonces pedí al niño que las probase y me diese su opinión. Al final, también con timidez, contestó algo y señaló uno de los lotes, que separé.

Fue ocasión de requerir al empleado que, por favor, nos trajese variedad de ciruelas-pasas, frutas escarchadas, pan de higo, arándanos, melocotones, dátiles y algún fruto más para poder escoger. El mancebo, con poso de socarronería y ritintín, preguntó: “¿Del escaparate, supongo?”. Contesté afirmativamente añadiendo que más tarde le daría explicación.

Realizada la segunda degustación, pedí me envolviese una pequeña cantidad de los productos escogidos, que obsequié el niño agradeciéndole su colaboración. El niño, sorprendido y ojos muy abiertos, se marchó con sus golosinas.

Pocas veces me he sentido tan rico como aquel día. Ni cuando me comunican la subida de la pensión y la paga adicional por desvío al alza de la inflación.

Han desaparecido aquellas tiendas de coloniales con entarimados de madera, balanzas que anunciaban disponer de pesas y medidas, bidones de aceite con bomba extractora y otras máquinas manuales. Colgaban hojas de bacalao, arencones prensados que se exponían en cestones de madera y olía a esparto, café molido, cera de velas y más esencias. Nos guardaban el pan que nos gustaba, Y el ambiente estaba impregnado de vainilla, azafrán, hierbabuena, canela, pimentón... En los mostradores reposaba la tentación de grandes onzas de chocolate casero... Tenían zona posterior, donde se servía vino en chiquitas, con tapas de pepinillos extraídos de grandes tarros de cristal. Había letreros anunciando Anís del Mono y jocosas inscripciones, equidistantes entre burlonas y descaradas: Hoy no se fía. Fue ayer. El dinero no da la felicidad. Gasteló aquí. Gasta en viño o que vas a deixar aos sobriños. El camello es el animal que más aguanta sin beber. No sea usted camello.

Ahora, antes del Entroido, salen del baúl de los recuerdos pasados sueños y vivencias. Es difícil explicarlo a hijos y nietos.

Pero sigue la tradición del cocido. Quien sabe... a lo mejor, en la fiesta, en Lalín, se me acerque alguien que me diga: ¿sabe usted? Un lejano día, hace más de cincuenta años, compartimos en el mostrador de un comercio de ultramarinos el sabor de las pasas, orejones y ciruelas.
Lau Deo.